lunes, 28 de noviembre de 2011

Bruma

Antonio no lograba recordar el rostro de Amalia. No recordaba su risa, no recordaba sus ojos, no recordaba tampoco su voz. Desde lejos, como de un lugar dormido de su memoria, le llegaban retazos de días grises, imágenes borrosas de un rostro que podía ser el de cualquiera, como las fotografías antiguas de un pariente lejano vestido de frac en algún año nuevo de los años 30, que su abuela juraba era el vivo recuerdo de Antonio. Y entonces ¿por qué tanta vigilia? Tantas noches viendo el humo ascender en espiral hacia el techo de su habitación, las gotas de lluvia cayendo lentamente por la ventana, bañadas todas de la luz roja del bar de enfrente, como en una pésima película de perdedores americanos. Y ese nombre. Amalia. Amalia. Amalia que le llegaba desde lejos, Amalia que le regaló el pocillo donde bebía café y ese cuadro tan gracioso de un gato vigilando el monitor de un computador. El recuerdo le era esquivo, se le resbalaba de las manos como ceniza una vez que la fogata se ha apagado. Amalia. Amalia. Amalia y Antonio. ¿Cómo había sido eso? Antonio y Amalia. ¿Cómo reconstruir el recuerdo? ¿Cómo aferrarse a un fantasma de humo, al reflejo vago de una luz?
            Había una mujer llamada Amalia (¿qué estudiaba Amalia, siempre cargada de libros ajados y con sus lentes gruesos sobre sus ojos que no recordaba?) y vestía de azul. La primera vez que la vio vestía de azul: botas café con felpa y suela de goma, jeans estrechos que resaltaban sus caderas perfectas y una blusa como de papel tornasolado azul. Azul, azul ¿cómo era ese azul? ¿Azul como sus ojos? Antonio recordaba casi toda la conversación, las luces del bar y la canción que sonaba. ¿Por qué entonces no recordaba su rostro, esos rasgos característicos que lo habían enamorado de ella? ¿Cómo era su voz mezclada con la de Alice Cooper en la mitad de ese bar iluminado por luces rojas y violetas?  Mala jugada del destino que su memoria recordara lo trivial sobre lo esencial, la prescindible sobre lo aparentemente meritorio. Abajo, frente al bar, dos borrachos enloquecidos se molían a golpes. El sonido de los golpes secos, de las botellas rompiéndose contra el suelo, de la algarabía de los curiosos se estrellaba de lleno contra los cristales de su ventana. Las gotas escurriendo lentas sobre el cristal y el vapor de su respiración como una bruma de la que no se puede escapar. Limpió el vidrio para esclarecer el panorama pero inmediatamente desistió pues lo que iba borrando volvía a empaparse de exhalaciones, como un fantasma de humo frío. El reflejo vago de la luz roja que se proyectaba sobre el vapor se difuminaba en rosas. Y el nombre, ese nombre: Amalia. Amalia. Amalia. La lluvia, la luz, los charcos, Amalia.
            Recordaba que la chispa ardió inmediata. Los días que siguieron al encuentro en el bar fueron una explosión de pasión. ¿Cómo lo miraban sus ojos enamorados? Un nombre y unos parpados cerrados. Amalia y unos ojos de un color anónimo, una persona con una mirada diluida, olvidada. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta noche recordó su nombre? Como un murmullo gastado, como una brisa lejana. Amalia. ¿Por qué todo se acabó? La pólvora no volvió a explotar, la mecha se empapó de las lágrimas saladas. No hace falta ser un genio para entender. Pero la vida no funciona como las metáforas. La vida no funciona como las películas ni mucho menos como los boleros. El humo ascendía tranquilo hacia el techo, se trepaba por las paredes, se escurría por las lámparas apagadas. El humo inundaba el espacio cerrado, lo hacía pesado para luego desvanecerse en el silencio de la noche. Y aún perduraba el olor a humo, como el nombre de Amalia cuando todo lo demás se había perdido. ¿A qué olía su cabello? ¿A qué sabían sus besos?
            Sólo dos luces tenues iluminaban la habitación de Antonio: el cigarrillo que se consumía despacio ofrecía un halo intermitente al rostro del insomne y las difusas luces rojas del bar, rosas sobre el vapor de la ventana se colaban como podían por la escarcha de hielo sobre los cristales. Pero ambas, en algún momento, se apagarían y todo volvería a quedar oscuro, bañado por la espesa noche, por el recuerdo de un nombre. Amalia. Amalia. Amalia. El humo, la lluvia, los charcos, un perfume olvidado y Amalia. Amalia que lo acompañaba con su ausencia en su soledad, en su esfuerzo por recordarle. El recuerdo es un mecanismo sucio de la mente para no dejarnos continuar, pensó, una asquerosa trampa del corazón para abrumarnos con sus angustias.
            ¿Dónde se había metido Amalia? ¿Por dónde había escapado? ¿Se había desvanecido lentamente como una pila de arena con el viento? Quizá su recuerdo se había desbaratado como un rompecabezas viejo: pieza a pieza su rostro, su voz y sus ojos se había perdido en los parajes nebulosos de su mente. Azul. Recordaba el azul. El azul y una canción de John Lee Hooker. El azul del cielo, de los buses Blue Bird, del vestido de Amalia. Azul era el nombre de un personaje del libro favorito de Amalia. Su mente lo fue llevando hacia asociaciones vacías, a laberintos donde se encontraba siempre de frente con un muro inmenso de concreto. Pero no podía recordar el rostro de Amalia. Por más que buscaba, se esforzaba hasta hacer sangrar los recuerdos pero, de cualquier manera, no podía dar con el cuadro completo de su cara. Quizá un lunar en la mejilla se le aparecía, pero luego no estaba seguro de que le perteneciera a ella. Al final todo era sombras, vapor que se perdía en el espacio inmenso. Quimeras, ilusiones. Fantasmas, como el libro favorito de Amalia.
            El ruido había cesado. Las luces del bar se habían apagado. De aún más lejos le llegaban las luces de los faroles naranjas. Como estrellas lejanas, proyectándose sobre todos los charcos que la lluvia había dejado tras de sí. El humo continuó flotando por la habitación por unos minutos más, aplastándose calmo sobre el techo, explayándose por entre los recovecos de las paredes y los muebles. Y luego la oscuridad casi absoluta. El silencio y la noche que amenazaba con convertirse en día, que amenazaba con acabarse sin traerle el recuerdo completo de Amalia. Recuerdo que la noche le había traído, que le había sacado de la cama, recuerdo que le había llenado la mente de azul. Amalia. Amalia. Azul, las luces rojas hechas rosas, la lluvia, los charcos naranjas, Amalia.
            No se dio cuenta cuando por fin cayó dormido. Las paredes fueron difuminándose lentamente, como tragadas por la bruma y, por un momento, las imágenes se revolvieron formando un espiral extraño hasta que todo cobró sentido. Antes de darse cuenta estaba rodeado de rostros familiares, de luces rojas, de luces violetas. I want to love you but I better not touch, I want to hold you but my senses tell me to stop. Amalia. Como todas las noches Amalia. Y siempre el mismo sueño que por la mañana no podía recordar. Su rostro de nácar, un lunar en la mejilla sobre la comisura de los labios cuando se doblan para sonreír.  La sonrisa de Amalia. La sonrisa que lo enamoró. Y esa mirada, cargada de deseo, de ternura. Bella, su mirada. Azul era el color de la nostalgia calma que le agobió esa noche, como el cielo sobre un desierto cuando no hay nubes. Pardos los ojos de Amalia que le miraban desde el otro lado del bar. Las luces rojas, la lluvia, los charcos anaranjados, Azul, ojos pardos. Cuando despertó Antonio encendió un cigarrillo, dejó que el humo subiera tranquilo hasta el techo y se levantó de la cama, dejando atrás la habitación, la ventana que daba contra el bar y en la almohada unos ojos pardos enredados entre las sábanas.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Sala de espera

Perdí el conocimiento. Cuando Daniela empezó a pujar, cuando su rostro empezó a volverse en una mueca de dolor y esfuerzo, y las máquinas empezaron a ondular en pulsos de verde eléctrico y números cuyo significado yo no entendía, me desmayé. Las enfermeras preguntaron si era hemofóbico cuando recobré el conocimiento en un consultorio cercano. Tuvieron que explicarme que era el miedo a la sangre. Quise hacer un chiste con respecto a tener miedo a la responsabilidad, pero no sabía la raíz latina o griega, o lo que fuera, para esa palabra, así que me limité a mover la cabeza de un lado a otro, mientras sentía como las imágenes iban llegando lentamente a mi campo visual. Un estetoscopio, una bata blanca de la que se asomaba un paquete de cigarrillos, el cuadro de “use it or lose it” lleno de condones de colores colgado sobre la camilla de cuero negra donde estaba acostado. Y las luces. Esas malditas luces blancas.
           Daniela acostada en una cama, manchando las sábanas con la plasma de su vientre, daba a luz a nuestro primer hijo. Sabíamos, desde el primer momento, que el embarazo iba a ser complicado. Más de una vez me levanté de la cama sin encontrarla a mi lado, sólo para descubrirla en la opacidad de la madrugada vaciando sus tripas en el inodoro. Pero siempre habíamos querido tener un hijo, envejecer juntos compartiendo sus triunfos, orgullosos cada día de que su vida saliera bien tras nuestros esfuerzos. Así es que nos arriesgamos, sin ninguna garantía más allá de nuestro amor, un amor sincero que, creíamos, podría sortear cualquier obstáculo. De cualquier manera el amor nos había llevado allí, a ese momento, y lleno de amor esperaba el nacimiento del bebé que la ecografía había confirmado como un varón. Deseé con todas mis fuerzas que mi padre no hubiese muerto para que me acompañase en un momento tan crítico. Me reproché haber perdido el conocimiento y no haber podido acompañar a Daniela en ese momento. Cada veinte minutos tenía que abandonar el hospital para fumar un cigarrillo rápidamente para luego volver a sentarme en una de esas sillas incómodas que, alineadas con una varilla de metal negro en grupos de cinco, me recordaban la futilidad del confort, bajo esas luces blancas que me aletargaban. Observé el largo pasillo blanco que me recordaba un gran túnel de luz, revestidas de blanco todas sus paredes y sin ningún cuadro colgando de ellas.
            La sala de espera quedaba cerca de la entrada de urgencias. Como era de noche pude ver la gente que llegaba herida de la ciudad. Frente a mí desfilaron camillas con gente víctima de accidentes de tráfico, herida por peleas callejeras o simplemente con mala suerte, víctima de un atraco que salió mal. Había, también, un televisor muerto, sin imagen que simplemente colgaba de un armatoste frío y gris, estorbando el paso de las camillas que, de cuando en cuando en medio del afán, tropezaba con el aparato mudo. Me levanté para comer algo de la máquina dispensadora de alimentos que quedaba en el muro al frente del televisor. Comida fría conservada quién sabe hace cuánto. Marqué G5, el código de unas papas de limón, y C7, el de un jugo de mango en cajita tetrapack. Me senté en la misma silla donde había tratado de permanecer tranquilo mientras Daniela jadeaba agitada en la sala de partos y observé a la gente que, en el silencio del anonimato, me acompañaban esa noche. Quería hablar con alguno pero cada quien tendría sus angustias y la conversación no sería natural, no nos conoceríamos más allá de nuestras angustias.
            Treinta y cinco años es una edad complicada para tener un hijo. Daniela lo sabía, yo lo sabía. El médico dijo que había una gran posibilidad de que el bebé naciera enfermo, frágil. No importa, dijimos, lo querremos igual, lo amaremos aún más si eso es posible.  Fuimos a esas clases de yoga en pareja para ayudar a no sé qué de la placenta, a que el bebé respirara mejor en el útero que día a día iba creciendo junto a nuestro hijo. Las contracciones nos agarraron en casa, mientras veíamos televisión. A partir del octavo mes todo había sido tiempo perdido, una dilación absurda de horas en las que esperábamos a que llegara el bebé. No vivíamos nuestras vidas esperando que se resolviera la de él. No obstante las contracciones nos agarraron desprevenidos. Daniela rompió fuente en el parqueadero del hospital. No llamamos a una ambulancia sino que la monté rápido en el asiento de atrás de mi carro, José, el portero, me ayudó a acomodarle la cabeza en una almohada que guardábamos allí. No alcancé a avisar a nadie y una vez en la clínica me olvidé de la existencia de todo el mundo salvo la de Daniela, el bebé y el médico que la ayudaba en ese tortuoso procedimiento. Cuando llegamos a la clínica y la subieron a una camilla le sostuve la mano corriendo junto a la camilla que, veloz y efectiva, atravesaba el gran corredor blanco, bajo luces que desaparecían rápidamente y que no parecían esferas blancas sino una larga carretera luminosa bajo el techo, un camino de luz que acompañaba a Daniela en su agitada tarea. Luego me desmayé.
            Una señora al lado mío lloraba. Tenía el pelo despelucado, las manos sobre el rosto y su espalda se contraía en espasmos atropellados. Era un llanto calmo, sin escándalo, resignado. Al fondo de la sala un hombre dormía tranquilo, el movimiento de sus parpados era lo único que lo diferenciaba de un cadáver yerto. Ni siquiera se movía. Una enfermera vestida de blanco me preguntó si ya me habían atendido y, al enterarse de que sí, se quedó sin saber qué hacer. Un hombre entró gritando por la puerta de vidrio. Le habían abierto el estómago a cuchilladas, jadeaba con las manos sobre el pecho y sobre su frente se dibujaban líneas de sudor frío mientras el color se iba yendo lentamente de su rostro. La enfermera que me había hablado salió de su estupor y llamó a gritos una camilla, aun así el señor que dormía atrás siguió inmerso en su letargo, aun así la señora a mi lado siguió llorando la muerte de su hijo. Se lo llevaron en la misma camilla que se llevaron a Daniela, o en una igual, ya ni sé. Acá en el hospital todo pierde sentido, todo es igual, abrigados bajo las mismas luces blancas, protegidos por las mismas paredes de idéntico color. Muriendo o dando vida a todos se los llevan por el mismo túnel blanco. Hacia la sala de operaciones, la morgue o la salsa de parto. El mismo pasillo que comienza en la sala de espera, donde el tiempo queda diluido hasta que las puertas se abran con la noticia. Es un varón dirían apenas se abrieran para mí, y todo volvería a su flujo normal, al mismo ritmo de siempre.
            Me quedé dormido. Soñé en blanco, eso recuerdo. Un gran túnel blanco era todo mi sueño, una larga sucesión de luces blancas. Una mano me sacudió suavemente y desperté. Las puertas se abrieron para mí y un doctor apareció frente al gran túnel de luz, me dijo que mi esposa estaba en la sala de recuperación. Cuando me disponía a salir para allá me agarró suavemente y, al voltearme hacia él, me miró a los ojos. Lo siento, dijo lentamente, hicimos todo lo que pudimos pero el cordón umbilical salió amarrado al cuello. Nació muerto, me dijo, lo siento. Todo se volvió un remolino entonces. Las luces, la sala de espera con su máquina de comida y su televisor apagado, las hileras de sillas quietas, la gente que ocupaba el lugar. Nacer muerto, que horrible. Mi hijo no alcanzó a ver la luz del mundo sino que se encontró de frente con la del final del túnel, sin siquiera haber recorrido el camino de su propia vida. Su existencia terminó sin siquiera haber empezado. Caminé lentamente el gran pasillo blanco, como un túnel de luz, hacia la sala de recuperación donde, manchada de sangre sobre su bata y sus sábanas blancas, Daniela me esperaba.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El frío



― Rebequita, Rebequita, mándeme un beso. Vea que hace frío.

            Edwin contemplaba la estatua blanca en medio de la fuente. Desde que se había separado de sus padres, llegando a la terminal de transportes de la vereda donde solía vivir, y se había encontrado con esa estatua sus días se le iban en mirarla. Sus jornadas comenzaban con un camino de doscientos metros hacia la Rebeca. Allí le hablaba, le contaba de las vacas que había ordeñado, de la máquina de coser de su madre, del machete que su padre llevaba fuertemente agarrado cuando iba abriendo trocha por entre el monte. Le contaba del monte también, de la espesa maleza que infectaba todo a su alrededor con el verdor de sus hojas, de la grama, del musgo. Le explicaba a la estatua como los amaneceres fríos en la vereda no eran tan fríos como los de Bogotá, porque allá tenía sus cobijas de lana, los besos de su madre y los abrazos peludos de su padre. Luego se iba caminando por la carrera trece, rumbo hacia el norte, mirando qué podía conseguir. A veces reunía lo suficiente para un pedazo de pan y un chocolate caliente, entonces los días no eran tan fríos y regresaba feliz a donde la estatua.

            Tenía casi trece años y la ciudad le parecía inmensa. En el monte, cuando se perdía, sólo tenía que escuchar los ladridos de los perros para encontrar el camino a casa. Pero la ciudad era enorme y por todos lados se oían ladrar los perros. Entre sus laberintos de concreto y hormigón no encontraba el camino a casa, sus pasos se tardaban en regresar a donde dormía la Rebeca. Su madre le había advertido de lo fácil que resultaba perderse en una ciudad como Bogotá, con todas las calles iguales y con tanta gente. Aun así, en un descuido, soltó la mano de su madre y un mar de gente se lo fue llevando. Y ya nunca más la volvió a ver.

            ―Dicen que la van a derrumbar, Rebequita. Que usted lleva no sé cuántos años estorbando a los peatones. Que están aburridos de ver a los gamines bañarse en sus aguas. Si la derrumban, ¿va a ser culpa mía? Si la derrumban, ¿se va a acordar de mí?

            Cuando caminaba por la calle la gente se apartaba de su lado, no lo miraba a los ojos, ni se quitaba el sombrero. En Bogotá nadie llevaba sombrero. En Bogotá nadie saludaba a nadie. Entonces Edwin se inventaba juegos, iba por allí pateando piedras, encaramándose a los árboles, a los postes. Por la noche tenía que ser cuidadoso de dónde dormía. Por la noche ellos venían con sus pistolas y linternas. Registraban todo el parque con sus rayos de luz y al que encontraban se lo llevaban. Y nadie más nunca lo volvía a ver. Cuando su mente lo llevaba de nuevo a los parajes de su vereda, recordaba que las noches eran tranquilas, que no había gritos, que no había disparos.

            ― Rebequita, Rebequita, sópleme un beso. Mi mamá me soplaba besos, mi mamita me consentía el pelo. ¿Usted  me quiere, Rebequita? Mi mamá me quería mucho. Yo no sé cuándo la voy a volver a ver, yo no sé si usted también va a desaparecer y, entonces, ¿qué me va a quedar? Véame los ojos como lloran. No voy a dejar que se la lleven, Rebequita.

            Un día llegaron camiones y obreros. Cubrieron la zona con una lona verde sintética y armaron montañas de arena, de cemento y de ladrillos. El sol se posaba sobre las aguas de la Rebeca pero Edwin sentía frío, como si nunca hubiera llovido tan fuerte. Se  sentó cerca a ella y le empezó a cantar las canciones que les había escuchado a sus padres. Sabía que les llamaban bambucos, o pasillos y  que algunos venían de todas partes de Colombia. Hablaban del amor, del mar (¿Cómo sería el mar?), de la tierra y del monte. Por último cantó su favorita. Su mamá se la cantaba para que se durmiera, en esas noches que podía ver la luna desde su ventana.

Porque ha perdido una perla,
llora una concha en el mar.
Porque el sol no se ha asomado
está triste el pavo real.

Porque han pasado las horas
y la barca no llegó,
está llorando en el puerto
la novia del pescador.

            La voz se le partió en llanto, los ojos se le nublaron con lágrimas y se tiró a la fuente de su amada estatua.
            ― ¡Rebeca, Rebequita, mándeme un beso! Aunque sea uno, pa’ que me dure toda la vida y no se me olvide su cara, ni sus manos, ni el cántaro que tiene en sus manos.

Mañana cuando amanezca,
lucero de mi ilusión,
¿Qué voy a hacer si contigo,
te llevas mi corazón?

            Una voz le gritó a lo lejos, pero Edwin sólo escuchaba a su madre cantándole, los grillos en las noches de su vereda. A su padre abriéndose trocha por entre el monte.

Si una concha está llorando
porque una perla perdió,
¿Qué harán mis ojos mañana,
cuando me digas adiós?

            ― ¡Adiós, Rebeca! ― aulló a la estatua y se fue corriendo, perdiéndose en el frío de la noche.
            Por la mañana los camiones llegaron temprano. A su lado los obreros somnolientos marchaban, cargando mazos y taladros. Todo estaba previsto para acabar pronto, pero la obra tuvo que suspenderse. Amarrado al cuello de la estatua, un niño impedía que la demolición diese inicio. Cuando intentaron despertarlo, picándolo con un palo, un cadáver tieso cayó a la fuente. Por más que intentaron no pudieron encontrar a los padres. Pero a Edwin eso ya no le importaba: antes de que el frío se tragara su cuerpo, sintió un beso en la sien. Calientico.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Bajo la sombra de un viejo árbol

Primero dibujó un rostro. Tenía forma de huevo y en la parte baja la curvatura se veía interrumpida a veces por un pulso inseguro y torpe. Le pintó una sonrisa con una crayola verde limón y los ojos los hizo con un esfero azul al que le quedaba poca tinta y al que le habían mordido varias veces la parte de atrás. Un cuerpo anaranjado, como la cabeza, de formas asimétricas y, en la parte de arriba, dibujó un sol oblongo rojo, con rayas saliéndole a los lados también naranjas. Escribió Ruperto en la parte de arriba y la erre la dibujó al revés, pues todavía no sabía escribir del todo bien. Le gustaba el nombre. Le despertaba una risa leve,  como si fuera un personaje cómico, un nombre que nunca imaginó tendría alguna persona más que su Ruperto pero que había oído muchas veces en un contexto gracioso. Lo pegó con la cinta que sobró de la envoltura del regalo de cumpleaños que había recibido de su padre y, al final, agregó con crayolas de varios colores  “mi mejor amigo”.
             
      Salió corriendo pues lo iba a dejar el bus y se despidió de su madre cuando cerraba la puerta, de forma que las últimas palabras fueron silenciadas por un portazo precipitado. Una vez sentado en el asiento junto a la coordinadora del pequeño bus, se puso a cantar una canción que le había oído cantar a su empleada mientras planchaba. Se sentaba al lado de aquella señora para que nadie pudiera molestarlo, pegarle golpes con la palma de la mano en la cabeza ni burlarse de que su mamá lo obligaba a meterse la camisa dentro del pantalón. Una vez sentado en el bus se puso a hablar con Ruperto. Él también se sentaba en la silla de la monitora porque le gustaba el olor de su champú y las pequeñas pepitas blancas que adornaban sus uñas rojas, como si fueran pequeñas flores. Pensaba que sólo una mujer tan dulce podría tener florecitas en las uñas y por eso olía a primavera, como a manzanilla, como a pradera.
             
            Ruperto le habló de un reino lleno de castillos medievales, donde el cauce de los ríos llevaba siempre un montón de peces de colores. Le contó también que en ese reino vivía una princesa que no podía salir de la torre de su palacio porque su malvada madrastra, después de envenenar al rey, su esposo, se había quedado con todo el reino. Le dijo que la princesa  vivía muy sola y le preguntó si quería acompañarlo a ese reino lejano, lleno de colores y criaturas fantásticas, para rescatar a la princesa. Así podrían vivir los tres muy felices. Le gustó la idea y abrazó a Ruperto, le dio las gracias por invitarlo a tan maravillosa aventura y trató de dormir un poco antes de llegar al colegio. Su amigo siempre le contaba las mejores historias y le gustaba dormir después de escucharlas para poder soñar con ellas. En su sueño se vio junto a él y la princesa riendo, con los pies desnudos sumergidos en un río. Los peces de colores les daban pequeños besos de pez y les hacían cosquillas. Recostó su cabeza en el hombro de Ruperto y sonrió.
            
          No le gustaba llegar al colegio. No le gustaba, para nada, el colegio. Los niños más grandes e incluso sus mismos compañeros de curso jugaban a quitarle la maleta y a tirarla de un lado para otro, mientras él sólo podía perseguirla con los brazos estirados, llegando siempre tarde pues la camisa dentro del pantalón le estorbaba el correr y lo hacía sudar más rápido. En esas situaciones Ruperto nunca estaba, Ruperto sólo aparecía para consolarlo, para decirle que no importaba  lo que pasará él, Ruperto, siempre sería su amigo y jugaría con él.
          
      En las clases siempre se sentaban el uno al lado del otro. Se contaban chistes y trataban de no reírse para que la profesora no se molestara. Los otros niños volvían la cabeza hacia ellos y, con el índice erguido, hacían pequeños círculos cerca a la sien mientras sacaban la lengua y bizqueaban los ojos. A él no le importaba, Ruperto estaba a su lado y lo respaldaba para que fuera feliz. Se intercambiaban notas que dibujaban con una caja de crayolas que habían robado del salón de arte. Habían reservado esas crayolas específicas para intercambiar correspondencia,  eran muy especiales puesto que las habían hurtado en conjunto. Era como si algo más allá de ellos mismos  los atara a esa caja de crayolas, a sus cartas y a su amistad.
            
        En el recreo, se sentaban juntos bajo la sombra de un árbol viejo que había en el patio y hablaban, intercambiaban onces y hacían planes para poder vivir todas las aventuras que tenían en mente. A él nunca lo invitaban a jugar fútbol porque decían que era muy gordo y no podía correr rápido. Muchas veces había intentado decirles que podía ser el arquero, que su papá lo había estado entrenando y que no iba a dejar pasar ningún gol, ni uno sólo. Les hablaba de lo duro que entrenaban, les mostraba sus codos raspados y las rodillas llenas de costras por cicatrizar. Les decía lo duro que era su padre como entrenador, que entrenaban casi tres horas todos los sábados en el parque del barrio. Pero siempre lo ignoraban y sólo Ruperto lo invitaba a seguir intentándolo, seguro que algún día lo dejarían jugar y, entonces, nunca más buscarían otro arquero, pues se darían cuenta que él era el mejor. Le agradecía a su amigo en silencio y, como si no hubiese pasado nada, le seguía contando de cómo montarían los caballos y cazarían a los dragones del Monte Rojo. Le contaba a Ruperto ésta y más ideas con una falsa sonrisa, como si no estuviera triste, como si no quisiera llorar ahí mismo en la mitad del patio, como si el corazón no se le hiciera pedazos cada vez que los demás niños lo rechazaban.
             
        Los días pasaban y parecía como si nunca llegaría a poder compenetrarse con sus compañeros de clase. Su único amigo era Ruperto. El único que lo escuchaba, sentados a la sombra del viejo árbol del patio era él. Sólo su amigo entendía lo solo que se sentía y hacia todo lo posible, contándole historias, para que se su tristeza no fuera tan grande. Pero un día Daniel, el niño que normalmente jugaba como arquero con sus compañeros de curso, se enfermó y no pudo ir a clase. Sentado bajo el árbol, junto a Ruperto, escuchó por fin una voz que lo llamaba y le decía gordo, Daniel no vino al colegio ¿quiere tapar? No podía creer lo que escuchaba. Después de tanto tiempo en soledad, después de todos los fines de semana empleados con su padre aprendiendo a evitar que la pelota entrara en el arco, después de tantas lágrimas, por fin lo dejaban jugar.
           
       Salió corriendo con dirección al arco y se plantó cuán gordo era en la mitad de los tres tubos metálicos. El balón se movía de un lado a otro. Se elevaba, rebotaba y se escabullía por entre las piernas de los niños que jugaban. Pero nunca entró a la portería. Todos los tiros eran atrapados por sus hábiles manos. Pese a su gordura era rápido al moverse de un lado a otro. Nunca había estado tan feliz, nunca había sentido esa emoción, ni siquiera cuando Ruperto le contaba todos sus planes, todas sus posibles aventuras, cómo rescatarían princesas, cómo matarían ogros y brujas. Entonces le agarró una angustia: se había olvidado completamente de su amigo. Volteó la cabeza con dirección al árbol y allí lo vio: todo su rostro de crayola estaba triste, sus brazos de palillos se empezaron a desvanecer mientras se despedía con la mano y miraba, con sus ojos de azul de esfero, con dirección al arco. Una lágrima azul rodó por su rostro blanco, de contornos anaranjados, mientras se iba caminando hacia el horizonte y el cuerpo se convertía progresivamente en la brisa del viento. En ese momento un gol atravesó la portería y se estrelló contra la roída red. Y entonces, Ruperto se fue para siempre. Desapareció debajo del viejo árbol del patio del colegio. Los gritos le llegaron como de otra dimensión, pero no les prestó atención. Una lágrima le resbalo por sus cachetes redondos mientras se despedía, para toda la vida, de Ruperto.

jueves, 25 de agosto de 2011

Un mañana mejor

El helicóptero despegó de Cúcuta cuando el calor no podía llegar a un punto más alto, cuando las moscas se volvían torpes bajo su abrazo y la conversación quedaba inconclusa en el aire, incapaz  de prolongarse más allá del saludo. Rumbo a un corregimiento perdido en la mitad del Catatumbo, el doctor Humberto García vio las azoteas desaparecer mientras ascendía hacia las nubes, las personas se volvieron puntos diminutos. Luego todo se convirtió en manchas difusas de verde, café, amarillo, que se sucedían tan rápidamente que le fue imposible comprender cómo el piloto sabía exactamente el nombre de esos pueblos fantasmas, si parecían tan insignificantes a medida que los iban dejando atrás.
            Por allá, doctor, el ELN se cargó a toda la población. ― escuchó a través del micrófono que le protegía los oídos― Al cura se lo bajaron cuando intentaba cerrar las puertas de la iglesia. Hace como seis meses que nadie se mete por ahí. La selva terminará tragándoselo.
            El doctor Humberto García sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo, desde la punta del pie hasta la coronilla, para luego convertirse en una arcada en la garganta y quedarse definitivamente alojado como un nudo en el estómago. Sólo atinó a preguntar si faltaba mucho para llegar.     
            ―Ya estamos cerca― respondió la voz con interferencia de González, mientras el helicóptero empezaba a descender lentamente.
            El corregimiento era un reguero de casas miserables, apiñadas como cabían entre la maleza y la jungla y el polverío que se desprendía del suelo cuando los niños jugaban fútbol con una pelota de trapo. La iglesia era una construcción derruida donde las palabras “Dios salva” las había borrado en parte una ráfaga de metralla. Se podía sentir la presencia de la guerrilla a cada paso y el doctor Humberto García se reprochó su suerte a medida que avanzaba por entre las construcciones, donde la gente se había apiñado en los umbrales de las casas, sorprendida por el fenómeno del  helicóptero que acababa de llegar.
             En los días de la colonia, el corregimiento había sido un lugar de donde los criollos desplazaron a los indígenas, ávidos por un lugar donde vivir,  sin importarles la miseria de la tierra y su infértil suelo. Sin embargo, bajo capas de barro seco, a cientos de metros de distancia existía la esperanza de encontrar petróleo, de construir un oleoducto que sacara, de una vez por todas, a esa población de su pobreza y la llevara por fin a lo que los hijos de los colonos llamaban civilización y que los primeros pobladores conocían como barbarie. Después de todo, generación tras generación la modernidad sólo les había traído muerte: primero por parte del fuego de los mosquetes de los primeros conquistadores y ahora de la metralla de los guerrilleros que se escondían en la profundidad de la jungla. En eso pensó el doctor Humberto García mientras destapaba una botella de agua y se refrescaba la piel quemada por los rayos del sol. Por un momento creyó estar en el infierno. Años después se convenció de haberlo recorrido entero.
            Había llegado a ese lugar a negociar las condiciones para explotar la tierra, a prometer un mañana más claro. La compañía para la que trabajaba prometía escuelas, techos de zinc, agua potable. Le habían dado rienda suelta a su cartera de gastos, sólo debía de obtener los permisos. En su camino a la oficina del alcalde se percató que una mirada lo seguía por encima de las otras, al volver la mirada se encontró con el rostro de una joven de no más de catorce años, toda su piel de cobre y el cabello oscuro sucio, casi salvaje, regándose por toda la espalda. Lo que más le sorprendió fueron sus ojos negros, como de una gacela, que denotaban su herencia indígena, con la profundidad de una mirada que sólo una persona acostumbrada a la muerte y al hambre podría tener. Se permitió una tímida sonrisa pero su madre, que la custodiaba desde atrás, la obligó a volverse a la casa de madera arrasada por los gorgojos.
            De vuelta en la capital, sentado en la tranquilidad de una mesa en el Club de Abogados, les habló a sus amigos del terror que se escondía tras esos ojos, negros y tristes, como los de una gacela asustada, como los de una infancia ahogada en la profundidad de la jungla. En silencio rogó a Dios no tener que pisar de nuevo ese corregimiento miserable, mas sus súplicas fueron en vano pues poco más tarde recibió una llamada de la compañía, avisándole que la próxima semana habría de volver al poblado perdido en las montañas del Catatumbo. Esa noche se emborrachó y, mientras intentaba conciliar el sueño en la oscuridad de su cama, las lágrimas se le escurrieron al imaginarse todos los horrores que se escondían entre esas casas, todos los hombres que habían desaparecido en la jungla al toparse con un campamento del ELN, las incursiones nocturnas de los guerrilleros al pueblo en busca de mujeres. Podía verlos, ebrios, disparando tiros al aire, agarrados de las jovencitas que aún no conocían los calores de la pubertad pero si la frialdad de la malicia humana. Pensó en la muchacha de ojos de gacela y rogó que ningún desgraciado le hubiera puesto la mano encima. Después de todo  ¿de qué sirven las escuelas cuando se ha perdido toda la inocencia, todo el deseo de vivir? En todo eso pensó el doctor Humberto García mientras el alcohol que había bebido lo llevaba a quedarse dormido.
            Cuando divisó el corregimiento desde el helicóptero se prometió sólo quedarse un par de horas. Le dijo a González que no demoraría cuando su atención se vio alterada por una visión grotesca. Frente a él, irreconocible, se encontraba la joven que había visto la semana pasada. Todo su rostro estaba vulgarmente pintorreteado con maquillaje barato, diluyéndose bajo el calor del sol infame de esas montañas del Catatumbo. Llevaba un vestido rojo y gastado y de la mano agarraba fuertemente una bolsa ínfima en la cual, el doctor Humberto García adivinó, llevaba las pocas pertenencias que podía permitirse en su miseria.
            ―Llévesela doctor, es suya ― le dijo una voz gruesa y cansada.
Era la madre que custodiaba a la pequeña que, con la mirada baja, sólo podía apretar el paquete con sus calzoncitos y las camiseticas desteñidas que poseía desde que tenía memoria, regalo lejano de tiempos más tranquilos.  No sabiendo qué hacer pateaba el polvo del suelo mientras el maquillaje se derretía de su rostro juvenil.
―Pero usted está loca― repuso como pudo el abogado cuando se sobrepuso a la irrealidad de lo que tenía enfrente.
―Yo vi que le gustó, llévesela. Al menos con usted come. Cuídemela, doctor.
―Para mí es imposible hacer tal cosa, lo siento, pero no está bien― respondió el doctor Humberto García, mientras a paso veloz se alejaba camino a la oficina del alcalde.
Sentado frente a los documentos, el abogado sólo podía pensar en lo terrible que habría de ser la vida en ese pueblo del diablo para que aquella señora siquiera hubiera pensado la propuesta que le acababa de hacer. Mientras firmaba, pensando en ayudar de alguna manera al pueblo con el oleoducto que lo atravesaría, vio cómo el helicóptero despegaba. Creyó que González había tenido que responder a un llamado de emergencia y decidió esperarlo en la oficina del alcalde. Mientras bebía unas cervezas se fueron dos horas.
Al regresar el helicóptero, el doctor Humberto García apretó la mano del alcalde y prometió que el oleoducto habría de salvar al pueblo. Luego se montó a la máquina y saludó a González, el helicóptero despegó y el pueblo se fue perdiendo en una imagen difusa. Miró por la ventana un buen rato y luego sintió algo bajo su pie. Al recogerlo el corazón se le partió en varios pedazos que aún hoy no ha podido unir. En su mano sostenía unos calzoncitos viejos y con corazones borrosos de tanto haber sido usados. González se sonrojó y luego explotó en una carcajada prolongada.
― Las ganas, doctor. Las ganas― explicó cuando se repuso del ataque de risa.
El doctor Humberto García miro un largo rato por la ventana mientras una lágrima le rodaba por el rostro quemado. Pensó en el corregimiento olvidado por Dios y por el gobierno, que tan sólo le importaba a una compañía extranjera para privarlo de sus riquezas. Pensó en la niña de ojos de gacela. Lloró por su futuro y se prometió abandonar en cuanto pudiera ese trabajo. Después de todo, pensó, ¿de qué sirven las escuelas cuando se ha perdido toda la inocencia, todo el deseo de vivir? Luego todo se convirtió en manchas difusas de verde, café, amarillo, a medida que el helicóptero ganaba altura y ascendía hacia las nubes.           

jueves, 18 de agosto de 2011

Una sorpresa para mamá




Al entrar a su casa Andrés olvidó cerrar la puerta. Venía apresurado del colegio por la noticia que le llevaba a su madre: este período no había perdido ninguna materia. Estaba seguro que ella le permitiría comprarse un helado en la tienda del barrio. Se reprochó su torpeza con un golpe suave sobre la frente y se devolvió hacia la gran reja blanca que daba entrada a su casa. Tras cerrar la puerta dejó su maleta en una poltrona vieja y mugrienta, se quitó los zapatos y procedió a saludarla, con la libreta de calificaciones en una mano y una gran sonrisa dibujada en su rostro regordete y sonrosado por el sol.

                ― ¡Mamá!― gritó mientras caminaba por el espacio mínimo y polvoriento de su hogar― ¡Mama! Hoy entregaron notas en el colegio.

                Pero a la alegría de sus llamados sólo respondió el silencio.

                Decidió entrar a la habitación, un lugar oscuro y tibio donde dormía la gigantesca figura de su madre. Atravesó el umbral de la puerta y un halo de luz iluminó el polvo y la mugre que flotaba por doquier. De niño le gustaba jugar a atrapar virutas de oro que se desprendían del cielo, pero ahora sabía que no era más que suciedad lo que flotaba por toda la habitación cerrada. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

                ― Mamá ¿estás dormida?­―preguntó mientras pisaba el tapete lleno de manchas.

                ― ¿Qué quieres? ― le respondió una voz cavernosa, como el gruñido de un animal aletargado.

                ― Hoy nos dieron el boletín de calificaciones. Don Agustín me ha puesto tres estrellas doradas.

                ― ¿Por qué no han sido más? Cinco o seis― dijo la madre que yacía bajo las sábanas sucias y pesadas por el sudor de su cuerpo ― siempre estás desilusionándome… yo aquí pudriéndome en mi miseria y el carajito dichoso de la vida vagando en el colegio.

                La máquina que la mantenía con vida soltó una serie de pitidos agudos y Andrés se acercó a cambiar la bolsa de orina que, alimentada por un tubo plástico bajo las sábanas, colgaba de un armatoste metálico y rudimentario.

                ― Pero mamá… he sido de los primeros de la clase. He izado bandera tres veces por mi buena conducta.

                ― Pero no eres el primero y para mí vale tanto como si fueras el último― le respondió su madre con un gemido ronco, tenebroso bajo las cobijas y en la oscuridad tibia de la habitación cerrada.

                ―Mamá…

                Pero la madre no escuchaba, ni siquiera vio las lágrimas que escurrían silenciosas por el rostro de su hijo. Perdida en sus recuerdos se reprochó haberse permitido tenerlo tan vieja y recordó al miserable que la había cambiado por una secretaria del barrio, significativamente más joven y de cintura más discreta.

                ― Vete. No quiero verte, no quiero oírte, lárgate.

                Ahora las lágrimas fluían descontroladas por el rostro regordete de Andrés, cayendo sobre el boletín de notas que al primer contacto con ellas fue borrando su nombre, convirtiéndolo en una imagen difusa e ilegible.

                ― Volveré más tarde para traerte la comida, te quiero mamita.

                Pero a la súplica disfrazada de sus afectos sólo respondió el silencio y la máquina que pitaba a intervalos regulares conectada a la obesa humanidad de su madre que, ahora, le daba la espalda. Por un momento Andrés pensó romper su marranito para comprar un helado en la tienda del barrio, después de de todo creía merecerlo, pero recordó que faltaba poco menos de un mes para el día de las madres.