Antonio no lograba recordar el rostro de Amalia. No recordaba su risa, no recordaba sus ojos, no recordaba tampoco su voz. Desde lejos, como de un lugar dormido de su memoria, le llegaban retazos de días grises, imágenes borrosas de un rostro que podía ser el de cualquiera, como las fotografías antiguas de un pariente lejano vestido de frac en algún año nuevo de los años 30, que su abuela juraba era el vivo recuerdo de Antonio. Y entonces ¿por qué tanta vigilia? Tantas noches viendo el humo ascender en espiral hacia el techo de su habitación, las gotas de lluvia cayendo lentamente por la ventana, bañadas todas de la luz roja del bar de enfrente, como en una pésima película de perdedores americanos. Y ese nombre. Amalia. Amalia. Amalia que le llegaba desde lejos, Amalia que le regaló el pocillo donde bebía café y ese cuadro tan gracioso de un gato vigilando el monitor de un computador. El recuerdo le era esquivo, se le resbalaba de las manos como ceniza una vez que la fogata se ha apagado. Amalia. Amalia. Amalia y Antonio. ¿Cómo había sido eso? Antonio y Amalia. ¿Cómo reconstruir el recuerdo? ¿Cómo aferrarse a un fantasma de humo, al reflejo vago de una luz?
Había una mujer llamada Amalia (¿qué estudiaba Amalia, siempre cargada de libros ajados y con sus lentes gruesos sobre sus ojos que no recordaba?) y vestía de azul. La primera vez que la vio vestía de azul: botas café con felpa y suela de goma, jeans estrechos que resaltaban sus caderas perfectas y una blusa como de papel tornasolado azul. Azul, azul ¿cómo era ese azul? ¿Azul como sus ojos? Antonio recordaba casi toda la conversación, las luces del bar y la canción que sonaba. ¿Por qué entonces no recordaba su rostro, esos rasgos característicos que lo habían enamorado de ella? ¿Cómo era su voz mezclada con la de Alice Cooper en la mitad de ese bar iluminado por luces rojas y violetas? Mala jugada del destino que su memoria recordara lo trivial sobre lo esencial, la prescindible sobre lo aparentemente meritorio. Abajo, frente al bar, dos borrachos enloquecidos se molían a golpes. El sonido de los golpes secos, de las botellas rompiéndose contra el suelo, de la algarabía de los curiosos se estrellaba de lleno contra los cristales de su ventana. Las gotas escurriendo lentas sobre el cristal y el vapor de su respiración como una bruma de la que no se puede escapar. Limpió el vidrio para esclarecer el panorama pero inmediatamente desistió pues lo que iba borrando volvía a empaparse de exhalaciones, como un fantasma de humo frío. El reflejo vago de la luz roja que se proyectaba sobre el vapor se difuminaba en rosas. Y el nombre, ese nombre: Amalia. Amalia. Amalia. La lluvia, la luz, los charcos, Amalia.
Recordaba que la chispa ardió inmediata. Los días que siguieron al encuentro en el bar fueron una explosión de pasión. ¿Cómo lo miraban sus ojos enamorados? Un nombre y unos parpados cerrados. Amalia y unos ojos de un color anónimo, una persona con una mirada diluida, olvidada. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta noche recordó su nombre? Como un murmullo gastado, como una brisa lejana. Amalia. ¿Por qué todo se acabó? La pólvora no volvió a explotar, la mecha se empapó de las lágrimas saladas. No hace falta ser un genio para entender. Pero la vida no funciona como las metáforas. La vida no funciona como las películas ni mucho menos como los boleros. El humo ascendía tranquilo hacia el techo, se trepaba por las paredes, se escurría por las lámparas apagadas. El humo inundaba el espacio cerrado, lo hacía pesado para luego desvanecerse en el silencio de la noche. Y aún perduraba el olor a humo, como el nombre de Amalia cuando todo lo demás se había perdido. ¿A qué olía su cabello? ¿A qué sabían sus besos?
Sólo dos luces tenues iluminaban la habitación de Antonio: el cigarrillo que se consumía despacio ofrecía un halo intermitente al rostro del insomne y las difusas luces rojas del bar, rosas sobre el vapor de la ventana se colaban como podían por la escarcha de hielo sobre los cristales. Pero ambas, en algún momento, se apagarían y todo volvería a quedar oscuro, bañado por la espesa noche, por el recuerdo de un nombre. Amalia. Amalia. Amalia. El humo, la lluvia, los charcos, un perfume olvidado y Amalia. Amalia que lo acompañaba con su ausencia en su soledad, en su esfuerzo por recordarle. El recuerdo es un mecanismo sucio de la mente para no dejarnos continuar, pensó, una asquerosa trampa del corazón para abrumarnos con sus angustias.
¿Dónde se había metido Amalia? ¿Por dónde había escapado? ¿Se había desvanecido lentamente como una pila de arena con el viento? Quizá su recuerdo se había desbaratado como un rompecabezas viejo: pieza a pieza su rostro, su voz y sus ojos se había perdido en los parajes nebulosos de su mente. Azul. Recordaba el azul. El azul y una canción de John Lee Hooker. El azul del cielo, de los buses Blue Bird, del vestido de Amalia. Azul era el nombre de un personaje del libro favorito de Amalia. Su mente lo fue llevando hacia asociaciones vacías, a laberintos donde se encontraba siempre de frente con un muro inmenso de concreto. Pero no podía recordar el rostro de Amalia. Por más que buscaba, se esforzaba hasta hacer sangrar los recuerdos pero, de cualquier manera, no podía dar con el cuadro completo de su cara. Quizá un lunar en la mejilla se le aparecía, pero luego no estaba seguro de que le perteneciera a ella. Al final todo era sombras, vapor que se perdía en el espacio inmenso. Quimeras, ilusiones. Fantasmas, como el libro favorito de Amalia.
El ruido había cesado. Las luces del bar se habían apagado. De aún más lejos le llegaban las luces de los faroles naranjas. Como estrellas lejanas, proyectándose sobre todos los charcos que la lluvia había dejado tras de sí. El humo continuó flotando por la habitación por unos minutos más, aplastándose calmo sobre el techo, explayándose por entre los recovecos de las paredes y los muebles. Y luego la oscuridad casi absoluta. El silencio y la noche que amenazaba con convertirse en día, que amenazaba con acabarse sin traerle el recuerdo completo de Amalia. Recuerdo que la noche le había traído, que le había sacado de la cama, recuerdo que le había llenado la mente de azul. Amalia. Amalia. Azul, las luces rojas hechas rosas, la lluvia, los charcos naranjas, Amalia.
No se dio cuenta cuando por fin cayó dormido. Las paredes fueron difuminándose lentamente, como tragadas por la bruma y, por un momento, las imágenes se revolvieron formando un espiral extraño hasta que todo cobró sentido. Antes de darse cuenta estaba rodeado de rostros familiares, de luces rojas, de luces violetas. I want to love you but I better not touch, I want to hold you but my senses tell me to stop. Amalia. Como todas las noches Amalia. Y siempre el mismo sueño que por la mañana no podía recordar. Su rostro de nácar, un lunar en la mejilla sobre la comisura de los labios cuando se doblan para sonreír. La sonrisa de Amalia. La sonrisa que lo enamoró. Y esa mirada, cargada de deseo, de ternura. Bella, su mirada. Azul era el color de la nostalgia calma que le agobió esa noche, como el cielo sobre un desierto cuando no hay nubes. Pardos los ojos de Amalia que le miraban desde el otro lado del bar. Las luces rojas, la lluvia, los charcos anaranjados, Azul, ojos pardos. Cuando despertó Antonio encendió un cigarrillo, dejó que el humo subiera tranquilo hasta el techo y se levantó de la cama, dejando atrás la habitación, la ventana que daba contra el bar y en la almohada unos ojos pardos enredados entre las sábanas.