martes, 17 de julio de 2012

Intantes cordobeses III: Equivocar el rumbo


En Bogotá las calles están numeradas. Carreras y calles tienen los nombres de números y su progresión es, en teoría, ordenada. De forma que calcular las distancias resulta en un ejercicio relativamente sencillo. En Córdoba, como en muchas otras ciudades del mundo, las calles tienen nombres históricos. Esto me ha confundido en la medida en que quiero moverme libremente por la ciudad pero no tengo idea de hacía dónde estoy yendo. Tengo que consultar el mapa que me dieron en el aeropuerto cada tanto, para encontrar los sitios que he señalado como de interés. A veces, no obstante, lo guardo en mi gabán y me olvido de su existencia. Entonces la ciudad se convierte en un laberinto, acaso para que descubra cada detalle mágico que esconde guiado por la música del azar. Ayer me dejé llevar por las avenidas y encontré una fastuosa catedral capuchina a la que ingresé solo, a pesar de la innata aversión que me producen las estatuas religiosas principalmente por sus ojos congelados en un instante doloso. Luego quedé fascinado por una fuente de roca donde el agua cae libremente sobre la cabeza de unos simios. Ya había visto varias fuentes, algunas de leones, de ángeles. Están dispuestas por toda la ciudad casi arbitrariamente pues no son monumentos de nada, vigilan cafetines o quioscos de prensa. Al equivocar el rumbo, al extraviarme en la ciudad he encontrado la emoción de encontrar fuentes. Ellas no están marcadas en el mapa así que sólo puedo dar con ellas guiado por la casualidad, un giro en una esquina al que me obliga el instinto. Es fantástico estar parado en la mitad de lo desconocido y encontrarse con el sonido del agua entre el tráfico y las voces.  

Intantes cordobeses II: Primer poeta argentino


Córdoba no sólo es la cuna de la primera universidad argentina, cuarta a nivel latinoamericano, sino también ostenta el título de ser la ciudad de origen del primer poeta argentino: José Luis de Tejeda y Guzmán. La obra del argentino está revestida del espíritu barroco de la poesía religiosa del siglo XVI y XVII. Poco he encontrado de su obra regado en la red, quizás debería buscar sus libros en algún museo. La sola idea me asusta, el buscar la poesía como un testimonio histórico más que por su calidad estética me angustia sin saber muy bien el porqué de esta turbación. Ahora bien, dando vueltas por la ciudad, por sus iglesias, me he encontrado con placas que conmemoran el nacimiento del poeta. Es como si la religiosidad inmanente al espíritu cordobés estuviese revestido de la belleza del lenguaje, la celebración de la santidad, del amor metafísico a Dios a través de la pulcritud del verso. Siempre me he declarado abiertamente ateo, pero las iglesias que están ligadas de alguna u otra manera a José Luis de Tejeda operan con un magnetismo indescifrable sobre mi persona. Y ya no puedo dejar de visitar una iglesia sin pensar en el poeta, aunque su construcción fuera posterior a la muerte de Tejeda, porque cada ícono me remite a un verso de la tradición, cada pintura me recuerda la simbología que he estudiado y cómo cada una de ellas es narrativa, da razón de la vida de los santos. Igual que la obra de Tejeda, primer poeta argentino.

Instantes cordobeses I: Primeras impresiones


Fundada en 1573 por el sevillano Jerónimo Luis de Cabrera, la ciudad de Córdoba, Argentina, es la típica ciudad colonial latinoamericana. La Plaza San Martín, cercana al hotel donde me hospedo, es el núcleo fundacional de la capital de la provincia homónima de Córdoba. La Catedral, la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, colinda con el antiguo Ayuntamiento (hoy un museo histórico donde convergen obras de distintos periodos de la producción artística cordobesa). He subido al campanario de la Catedral y he observado, hasta donde me alcanza la mirada, la ciudad. La arquitectura colonial convive con las edificaciones modernas, de forma que Córdoba por un lado reconoce su importancia histórica y, por el otro, permite el libre desarrollo urbano propio de los tiempos modernos, convirtiéndose en un importante centro cultural, económico, educativo, financiero y de entretenimiento argentino. No deja de sorprenderme este contraste pues, más que preservarse en el tiempo, la ciudad valora su legado y mira hacia adelante, al progreso. Esperemos que el momento que ocupa la historia argentina contemporánea no perjudique estas ansías de crecimiento. 

viernes, 15 de junio de 2012

Para mi, los toros


Me dije que no escribiría nunca una columna de opinión, que este blog serviría para registrar mis avances en la creación literaria y que, puesto que firmo con un seudónimo, no debería permitir que mis opiniones personales se interpusieran en este espacio donde publico mis cuentos y simulacros de poemas. No obstante no sé desde dónde más puedo difundir mi opinión sobre un tema tan polémico como son las corridas de toros.
         No soy un experto en el tema y pretendo dejarlo claro desde un principio. He hablado y he escuchado a profesionales de la industria taurina, así como también lo he hecho con las personas que se oponen pasionalmente a las corridas y, luego, me permití asistir a una corrida para establecer yo mismo mi opinión sobre el asunto. Recuerdo ahora cuando mi padre se iba los domingos de enero y febrero a la Santa María, recuerdo mis reproches por el maltrato animal y lo mucho que censuraba su comportamiento. Para mi no era más que un espacio donde un grupo de beodos se reunía bajo el sol a ver cómo acribillaban a un indefenso animal, mientras departían sobre un arte que no creí existiera y se emborrachaban. Recuerdo también cuando mi padre, el mismo al que censuré centenar de veces, me llamó desde Manizales a decirme que si no indultaban al toro Abogado iba a saltar al ruedo y se hacía matar por él. Entonces no comprendí. Hoy, después de todo lo que he visto, sé que yo lo hubiera acompañado.
                Y es que las corridas no son un lugar para celebrar la muerte, sino la lucha por la vida. El brío, el temple, el valor, el no flaquear ni bajar la cabeza son una metáfora de la existencia, de los verdaderos valores que están impresos en obras de la cultura de occidente como La Ilíada o La Odisea. Recuerdo las vicisitudes que afrontó Ulises en su atropellado regreso a Ítaca y no puedo más que compararlo con la faena donde un toro lucha por su derecho a vivir.
                La tauromaquia no es sólo la corrida de toros moderna. La tauromaquia es una larga tradición que se remonta a Mesopotamia, Creta, Egipto, Francia y otros lugares donde el toro fue venerado por su carácter sagrado. Porque eso es para nosotros, los aficionados, la figura del toro de lidia: un animal tan noble y bello que tiene la oportunidad, en la construcción perfectamente ególatra de la personalidad humana de saberse por encima de las demás especies, de luchar por su vida, de enfrentarse cara a cara con el torero. El toro no ha perdido su valor místico primigenio para nosotros, no ha dejado de ser esa criatura digna de alabanza, de celebración. El toro, en su calidad de fiero y noble, es el animal más cercano a la perfección. Basta con mirar su afilada cornamenta, su lomo como cascada de musculatura, el color de su pelaje bajo una tarde de sol. Verlo allí, en la mitad del ruedo, en un afán por sobrevivir, por ganar su derecho a la existencia despreocupada del reproductor es la necesidad que lleva a los taurinos a reunirse en ese espacio, que hoy atraviesa su peor momento, que es la plaza.
        Somos taurinos porque amamos al toro. El torero es algo accesorio, un mecanismo lleno de arte y habilidad, que permite al toro mostrar su encaste, es decir, la raza, la bravura tatuada en su genética. Se necesita de un buen torero para que brille un toro y si se reconoce tanto a celebridades taurinas como Sebastián Castella o a Julián López “El Juli”, es porque sólo personas hechas a fuerza de tropezar, de ser arrollados por la fuerza del animal, comprenden cómo es posible mostrar a un ruedo crítico las virtudes del toro.
                Entonces vamos a la plaza por el animal, con la esperanza de verlo en plena gloria, con la esperanza de verlo sobrevivir. No voy a defender al toreo como el arte suprema, pues caería en el lugar de la arrogancia de tantos aficionados taurinos que tachan a los que no comprenden la lidia de ignorantes. Para mi la fiesta está revestida de un fuerte atributo estético y, por encima de la bota con manzanilla y jerez, yo voy a los toros precisamente a admirarlos. Porque nada hay más bello a mi entender que un toro que busca con la fuerza de su embestida y la precisión de sus ataques el indulto.
                Podría extenderme largo sobre cada uno de los momentos de la lidia, defender el por qué de las banderillas y las picas y caer en tantas discusiones que ya han circulado por allí, con mejores argumentos que los que un aficionado amateur como soy pudiera plantear. Una cosa si es cierta y es quizá lo último que deba decir: el toro de lidia está hecho para el combate. Ninguna otra razón garantiza su existencia más allá de la fiesta. En los tiempos que vivimos es imposible pensar al toro de lidia como un animal para la ganadería: su fiereza hace imposible su crianza a gran escala, por lo que sólo un toro requiere del mismo espacio que un elevado número de vacas para ser criado, para crecer. No es sino encerrar a dos toros de lidia en un terreno de mil metros cuadrados. Se matan. Lo llevan en la sangre. El momento donde el toro manifiesta más estrés es justo antes de entrar en el ruedo. No porque, como han asegurado varias fuentes de internet, al toro se le maltrata antes de la lidia, o se le pulan los pitones (sus cuernos), o se le mezcle su alimentación con píldoras diarreicas. No. El momento es estresante porque el toro cree que se va a enfrentar con un igual, con otra fiera por la que tendrá que luchar su territorio.
                El toro está hecho para el combate, para morir en el ruedo o para que su nombre se eleve para siempre en la memoria como el de aquel animal regio que logró ganar su vida, que tanto luchó sin flaquear que obtuvo por fin el indulto, pues una plaza a gritos así lo exigía. A ese toro voy a ver yo. A ese toro es al que me le quito el sombrero y por el que celebro con un trago. De ese toro es del que hablo cuando han pasado los días. Tengo necesidad de ver a la estirpe de Abogado siguiendo los pasos de su progenitor. Tengo necesidad de ver una corrida donde el toro no desfallezca porque es una metáfora de la vida misma, un recordatorio de que yo tampoco me puedo dejar vencer.
                Quisiera decir, ya para concluir, que la fiesta me ha enseñado tantas cosas como no logré aprender en el colegio o en mis años universitarios. Las máximas taurinas han prefigurado mi comportamiento. Alguna vez Manuel García Cuesta, "El Espartero" pronunció su famosa “más cornás da el hambre” refiriéndose a una cornada que le costaría la vida. En esas cinco palabras he configurado mi existencia, la necesidad de seguir luchando. He aprendido a luchar, a no desfallecer, a que si caigo es menester levantarme y seguir dando guerra, siempre con la cabeza en alto, siempre bajo el sol.   Y quizá algún día  la vida me regale el indulto, para por fin poder empezar a vivirla.  

miércoles, 2 de mayo de 2012

Ojos (Toma II)


El universo no basta para abarcar tu mirada. Tus ojos son dos océanos negros, negrísimos, donde naufragan mis miedos. Tus ojos ― pupilas vestidas de noche, blanca verdad de gelatina, azufre y sombra― me darán muerte. Y es que nací con tu mirada que es toda la luz del mundo. Y es que cuando parpadean muero por un instante. No tengo que hacer un poema de tu mirada: ella sola es poesía. Ojos negros de tierra, breva, mineral.

Mírame, pequeña, mírame. Devela las tormentas de mi mirada, el fuego del abismo bajo mis parpados. Si los ojos son la ventana del alma (como afirman los malos poetas), déjate caer en el ruido de la mía. Sólo mirémonos en el núcleo mismo de lo que somos. Arranca mi piel con tus ojos, mírame hasta que sangre. Mírame hasta que parpadeemos, hasta que nos agarre el sueño. Y en el baile de mis parpados cerrados encontraré de nuevo tu mirada, el océano negro, negrísimo, donde naufragan mis miedos.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Estrategias del recuerdo


“Seré muy breve: te extraño y esto duele”.
Ocho y medio – Nacho Vegas
No tengo que recordarte:
habitas este cuerpo como el musgo abraza la roca.
Y he llenado el almanaque de mis días,
con mis boleros favoritos y el ruido de una puerta
al cerrarse.

Con los cabellos que dejaste regados en mi almohada
   he construido un baúl para guardar tus besos.
Para cuando anochezca 
    y los pájaros olviden su canción de naufragios.
Para abrirlo cuando empiece a olvidarte.
Y asì no soltarte nunca.

Nuevos mares


Empaca tus maletas. Limpia por última vez
las telarañas de este navío enmohecido.
Despídete del gato, déjale algo de beber.
No olvides amarrar el barco a un puerto seguro,
ya me ocuparé de volver a zarpar, navegando mi corazón
cuando suba la marea, otro día que no nieve. 

jueves, 16 de febrero de 2012

Suspiros

“Jazz washes away the dust of everyday life”.
Art Blakey.


Recostado contra la esquina de un banco,
un negro toca el saxofón.

No toca la tambora, ni golpea una marimba.
No sopla un clarinete, no da palmadas a un bongo.
Y es tan triste su canción

como un pan mohoso, como el vino agrio.
Tan triste como la respiración de la lluvia
            en la ventana de un bus.
Como la muerte de Joselito en febrero.

Yo quisiera, cuando acabe de tocar,
invitarlo a una cerveza y quizá, al caer la noche,
preguntarle “¿Dónde ha dejado el mar?”

Reiría un poco, con risa lúgubre imagino,
esgrimiendo una sonrisa desdentada,
y dándose golpes con la mano sobre el corazón,
abriría los ojos y me mostraría que es ciego.

miércoles, 11 de enero de 2012

Las máquinas

Papá dice que tendremos que vender la finca, que ya no hay nada que hacer. Yo no quiero irme: allá, en la capital hace mucho frío, hay mucho mugre. Yo no quiero dejar el monte, a las vacas ni el río. No quiero irme a Bogotá, no quiero que vendamos la finca. Pero papá dice que qué le vamos a hacer, que qué vaina, que toca vender. Entonces salgo corriendo de la casa y me trepo al monte, me subo a un árbol de esos bien altos y me quedo ahí, esperando. De lejos llegan los gritos de mi papá que me dice que me baje pa’ la finca, que deje la huevonada. Me llegan los ladridos de Coco que me busca, pero yo me quedo acá en mi árbol, mirando hacia el monte, escuchando a los pájaros, a los cuies que se esconden entre la maleza. Mirando al cielo, contando las estrellas, viendo como los pájaros abren las alas y planean bajo el cielo, y luego las vuelven a batir, y así hasta que se paran en un árbol a descansar. Y entonces papá que grita más duro y mejor no emberracarlo. Y bajo.
            Antes no era así. Antes sólo tenía que ordeñar a las vacas cuando aparecía el sol por encima del monte. Lo más de rico, la yerba olía a mojado, a rocío. Y me salían vapores de la boca. Iba a la escuela y aprendía a sumar, a leer, a que la capital de Colombia es Bogotá y que queda en el altiplano cundiboyacense y muchas otras cosas que ahora no me acuerdo. Pero ya ni siquiera hay escuela. Están comprando todo el pueblo para la mina. Yo no sé qué tiene que ver mi finca con la mina, pero papá me dice que toca venderla y que deje de hacer berrinche. Le chiflo a Coco y nos subimos al monte, buscando el río, buscando árboles donde me pueda encaramar y, desde arriba, poder ver todo el monte porque ya no sé cuánto más lo voy a poder ver hasta que me vaya o hasta que lo tumben. Me quedo horas ahí subido, hasta que aparecen las estrellas. Y mamá que me grita que me baje que ya está la comida. Y yo claro bajo, pero como aburrido, como porque toca.
            Ayer papá se emborrachó donde don José. Llegó a la casa casi con el sol, cayéndose, llorando. Tenía la camisa abierta y todo el pelo del pecho estaba lleno de sudor. Cuando lo vio, mi mamá se encerró a llorar y mi papá que movía la cabeza de lado a lado y le daba golpes a la puerta. Después se sentó en frente de la casa, mirando las vacas, llorando. Yo nunca había visto a mi papá llorar, nunca lo había visto con los ojos rojos. Mi papá dice que los hombres no lloran. Yo abracé a Coco y, con la mano, lo despulgé porque no sabía que otra cosa podía  hacer. Quería abrazar a mamita y a papito y decirles que no lloraran, que me tenían a mí. Pero abracé a Coco y me puse a llorar yo también.
            Don José vendió la finca. Él si tiene familia en Bogotá y prometió que cuando consiguiera un trabajo por allá nos iba a avisar para que nosotros también nos fuéramos. Mi papá lo abrazó y lo miró a los ojos, pero no dijo nada. Don José agarró su ruana y se la puso sobre la cabeza, bajándola hasta su pecho, se alisó el bigote negro y se fue. Se fue cantando una canción. Se fue con su familia y dejó los caballos, las mulas, las vacas y las gallinas. Ni siquiera se le ocurrió cerrar la puerta de la finca. Sólo se fue allá, lejos, detrás de las montañas, dizque a esa tierra que tiene edificios y carros, y semáforos y calles, y gente que duerme en las calles y gente que mata y roba en las calles. Yo no quiero irme por allá. Antes de que se fuera le pregunté a don José que si en Bogotá había monte, o por lo menos árboles donde me pudiera yo subir a mirar el cielo. El viejo sólo sonrió pero no estaba feliz, me dio una palmada en la espalda y me agarró el cachete con los dedos, bien fuerte. Y mamá que lloraba y papá que le decía ya mija, qué le vamos a hacer. Y Coco ladrando como diciéndole adiós don José, que Dios me lo bendiga. Ladrando hasta que se perdió el viejo tras el camino de tierra.
            Hace unos días que llegaron las máquinas. Son grandes, como tractores pero más grandes, mucho más grandes. Con los niños del pueblo fuimos a verlas, les tiramos piedras a ver cuánto es que en verdad resisten, pero un señor todo colorado nos echó de allá, diciéndonos que ese no era lugar para niños, que nos fuéramos a comer helado. Entraron al monte. Las máquinas entraron al monte y empezaron a tumbar los árboles. Y eso hacía chús chús. Y los árboles que caían, pant pant, contra la tierra, levantando polvo. Hacen un ruido horrible esas máquinas y no me dejan dormir. Coco les ladra pero nada, las máquinas siguen haciendo esos ruidos como cuando llueve muy, muy fuerte y el cielo se llena de rayos. Mi mamá que ya no puede coser y mi papá más aburrido porque no se puede subir al monte a cortar leña, porque como que es peligroso. Y entonces abre una botella y se queda ahí mirando las vacas, bebiendo y mirando a las vacas pastar por los pastos que hay frente a la finca.
            Yo no puedo ver más a mis papás así. Llorando tanto, sin hablarse. A mí no me gusta cuando hace tanto silencio porque antes la casa vivía llena de sonido, como de voces y de risas. Con decirle que hasta las vacas se callaron y las gallinas que están quietas en el corral, como mirando al piso. Ni siquiera Coco ladra, y a mí no se me ocurre que decir, porque ya no tengo nadie con quien hablar. Nadie. ¿No ve que ya todos se están yendo?
            Hoy me levanté temprano y me fui para el monte, Coco iba detrás de mí, ladrando, como diciéndome que no fuera. Que me quedara en la finca con mis papás. Pero yo quería ir al monte. Treparme a un árbol y ver lo que queda de verde, lo que todavía no han tumbado. Entonces me puse las botas y agarré el machete de mi papá que ya estaba cogiendo polvo de tanto estarse quieto y me subí. Al principio fue lo más de bonito, yo con Coco y el monte, y a veces que llegaban los ruidos de las máquinas, pero poquito, como a lo lejos. O es que de pronto yo no quería oírlas, sino estar en el monte, como si no estuvieran. Y hacerme el tonto, y jugar con Coco que también estaba como feliz cuando ya estábamos bien adentro del monte. Y luego ese ruido. Y era como el mismo ruido que había escuchado todas esas noches, todo ese tiempo. Pero más fuerte, como más cerca, claro. Y una voz que me gritó, pero ya no pude hacer nada, el chú chús estaba muy cerca, y el árbol se me vino encima.
            Yo no quería venirme para Bogotá, pero me tocó. Acá dicen que de pronto puedo volver a caminar, que va a tomar un poco de tiempo pero que es posible. Acá no es que haya mucho ruido, es que hay tanto ruido que uno ya se acostumbra y es como los pájaros que siempre estaban por el monte, y uno ya ni pensaba en ellos porque siempre estaban trinando, pero más pasito. Así es el ruido de Bogotá. En el hospital pude volver a leer, a estudiar. Pero no tenía ganas de saber nada del mundo, ni de los libros, ni de nada. Ya no extrañó tanto al monte, aunque a veces sí. O es que como siempre lo extraño ya aprendí a vivir así. Hace muchos días que no veo a Coco, porque acá los perros no pueden andar por todos lados, como allá. Y me lo imagino ahí solito, en la pieza que alquilamos que es chiquita, chiquita, me cuenta mi mamá. A veces, por la noche, me pongo a mirar el cielo. Pero ya nunca puedo encontrar estrellas, una vez vi algo que brillaba pero mi mamá me dijo que era un avión. Yo nunca había visto un avión, pero los pájaros tienen colores más lindos.