Cuando todavía
tenía familia por fuera de la ciudad era usual que viajáramos por carretera dos
veces por mes a visitarlos junto con mis padres que aún seguían casados. Eran visitas
terriblemente aburridas. Mi hermano
tenía problemas de otitis y el cambio de presión en el viaje lo alteraba de
forma tal que no dejaba de llorar durante todo el trayecto. Yo trataba de
calmarlo haciéndole ver los árboles que se sucedían rápidamente tras la ventana
del carro. Él no dejaba de llorar y mi papá, que por demás detestaba manejar,
se sentía frustrado y al borde de un ataque de nervios. Desde el asiento de
atrás podía ver cómo las venas de su sien palpitaban cubiertas de sudor y ello
me asustaba profundamente. Siempre he sido una persona nerviosa y en esos
momentos creía que nos íbamos a estrellar contra los camiones que nos
adelantaban en curva y parecían no preocuparse por nosotros. Sin embargo,
cuando llegaba la hora del almuerzo, la atmósfera se calmaba un poco pues nos
acercábamos a un restaurante sobre la carretera que servía conejo asado. Sólo
entonces mi hermano se tranquilizaba ya que disfrutaba tanto como yo de ese
plato relleno de queso derretido y que tenía carne suave y jugosa.
El restaurante pertenecía a un
argentino obeso y al borde de un infarto que siempre nos recibía con una
sonrisa grasienta e inmensa. Nos agarraba los cachetes con fuerza y luego nos
acariciaba tiernamente las mejillas con sus manos rojas, gigantescas. El local
era atendido por jovencitos que no llegaban a la mayoría de edad. Tenían la piel como gastada y caminaban con una profunda tristeza, sorteando las mesas de madera chueca y húmeda del local.
El argentino se sentaba en una sala
oscura decorada por sofás de estampados verde chillón, como la vegetación que
circundaba al local. Su rostro estaba dibujado por la opacidad de la sala y una
extraña lámpara con pantalla de vidrio, también verde, de forma que la inmensa
criatura que siempre jadeaba parecía, sentado de esta manera, un monstruo del
pantano, cubierto de algas y porquerías ocultas bajo el barro. Yo lo veía fumar
lentamente unos puros robustos que desprendían un humo espeso que, a la luz de
la atmósfera verde, parecía una bruma fantasmagórica sobre las ciénagas, como
si bajo ese humo que flotaba despacio por la habitación se escondieran
cocodrilos hambrientos en el silencio espectral. Le brillaban los ojos embebido
en la contemplación de los jovencitos que corrían de un lado a otro cargando
papas fritas, sopas y conejo asado.
No recuerdo mucho de esos días. Sólo
me llegan algunas imágenes y sensaciones que, puestas en contraste hoy, me
suscitan un frío en la espina dorsal y los brazos. Sabía que a mis padres no
les gustaba ir allí. No era la comida, pues el conejo asado de ese restaurante
era excelente, hasta el punto que estoy seguro que jamás he comido otro mejor.
Era otra cosa que en ese entonces no podía comprender. No obstante era obvio
que a mis padres les desagradaba la atmósfera del local, tan postizamente
tradicional como si hubiesen sacado de un catálogo de lo típico una cantidad de
cuadros, artesanías y dichos arrieros y los hubiesen colgado en la pared de madera
sintética sin ningún criterio aparente. Supongo que algo no encajaba y entonces
ya podía preverlo. Sin embargo, mi hermano se olvidaba del dolor de su oído y
devoraba las papas fritas con satisfacción mientras los jovencitos con delantal
verde lo veían suspirando cuando ahogaba las frituras con ají y salsa de tomate.
El argentino jadeaba en su sofá de estampado floral y sus ojos brillaban desde
la sala opaca, mientras fumaba sus robustos tabacos, llenando el aire del local
con un tufo a aserrín, vómito y madera quemada.
Un día en particular, que por algún azar simbólico quedó
guardado por siempre en mis recuerdos, nos sentamos contra una pared de madera
sintética. De ella colgaban cuadros derruidos por la humedad tibia del
restaurante y los paisajes se difuminaban en atmósferas infectadas de hongos y
podredumbre. Me quedé largo tiempo absorto en un cuadro. No sé qué me atraía de
ahí pero me resultaba perturbador por lo que sucedía con los pigmentos
descarapelados. En él se veían retratados una camada de conejos que pastaban
por una pradera iluminada por el sol, atrás se extendían unos árboles difusos
que se perdían en una sombra verde. En la mitad del lienzo, como una amenaza
silenciosa, un hongo verde había empezado a crecer sobre los conejos. No sé si
era producto de la humedad, de mi imaginación o de la poca luz del local pero,
por extraño que parezca, los conejos me parecían aterrados, como si tuvieran
consciencia del hongo que los iba a devorar, como si trataran de salir del
lienzo y quisieran correr por sobre las mesas hacia la salida y la vegetación
que circundaba al restaurante, dejando sus pequeñas huellas de barro y óleo por
sobre toda la mesa. Pero permanecían estáticos, encerrados en ese cuadro que se
cerraba sobre ellos, pudriéndolo todo a su paso.
Ese día el restaurante estaba a
reventar y los meseros vestidos con el delantal verde volaban eludiendo las
mesas y las sillas con sorprendente velocidad, como si no hubiese obstáculos y
estuviesen andando tranquilos por una pradera. Había uno que se quedaba atrás,
un tanto desubicado y contrariado entre los gritos, el olor a conejo asado y el
humo del tabaco del argentino que fumaba en la sala oscura. Probablemente era
el más joven de los meseros y, cuando salió de la cocina de espaldas, cargando
una bandeja que por la cantidad de platos apilados le bloqueaba en gran medida
la vista, supe que algo terrible iba a ocurrir. No alcanzó a dar tres pasos
cuando un jugo de se le regó sobre el pecho y, tal vez sorprendido por el
accidente, dejó caer los platos, uno tras otro al suelo. El arroz se desparramó
por todas las tablas de madera envejecida y un conejo asado, que se había
abierto en dos, escurrió sus entrañas tibias y cubiertas de queso a pocos
centímetros de nuestra mesa.
Entonces se oyó el grito terrible.
Ya los cuchillos habían dejado de cortar la carne jugosa del conejo, las bocas
no sorbían aparatosamente los jugos espesos y las risas habían cesado en el
mismo instante. La caída de los platos anticipó el grito y, en el silencio que
se había generado por el accidente, el grito sonó aún más estridente y
espeluznante. La criatura de la sala oscura había despertado de su letargo y
con toda la fuerza de sus entrañas inmensas el gritó brotó con fuerza, como un
volcán dormido que de repente se riega con su magna ardiente sobre un poblado
miserable. El miedo me dejó suspendido en el tiempo en un instante frío y mi
hermano pareció recordar los dolores de la otitis en su oído. En ese momento el
mesero se echó a llorar. No era un adulto pero mi papá decía que los hombres no
lloran y ahora que recuerdo eso me llega de nuevo la impresión de extrañamiento
que sentí. En la casa había roto platos y vasos por accidente, incluso una vez
rompí una lámpara de porcelana que no se pudo reparar y, aunque temí por la
salud de mis nalgas poco acostumbradas al cuero bajo la lluvia fría de la ducha,
no se me hubiera ocurrido llorar. Después de todo era un restaurante y
seguramente tendrían muchos más platos, arroz y conejo asado. Por ello no
entendía el terror en el rostro del joven con delantal verde. Un segundo grito
lo llamó a la sala verde y, con resignación, caminó los pocos metros con la
desesperación del que recorre el camino a la horca. La puerta se cerró con un
golpe seco y el ruido regresó lentamente a inundar la atmosfera del
restaurante. Los cuchillos volvieron sobre la carne de conejo, las bocas
bebieron los jugos espesos y las risas se alzaron por encima de los gritos
terribles que llegaban de la sala oscura.
Me quedé expectante. Sentí crecer el
hongo sobre el cuadro y las manos me sudaron por debajo de la mesa. Pasaron
quince minutos o quizás menos pero para ese entonces el tiempo se había hecho
tan denso que pude sentir cómo me crecía el pelo y las uñas. Por fin la puerta
se abrió con tranquilidad, casi inadvertida y el joven de delantal verde salió
caminando extraño y con la cara roja. Las lágrimas se le habían secado en el
rostro y sólo quedaba en sus ojos una expresión de terrible tristeza, como si
quince años lo hubiesen alcanzado de golpe y recordara distante su juventud
dejada al viento. De la sala verde un olor extraño se mezclaba con el humo de
un tabaco recién encendido mientras la criatura volvía a su letargo, jadeando
en la densa oscuridad de su guarida. Nuestro conejo ya debía a estar por salir
y mi hermano olvidó de nuevo el dolor profundo de su oído. Mis padres, por otro
lado, se mostraron más tensos y ansiosos.
El mesero vino con nuestro plato por
fin. El conejo humeaba sobre una bandeja de latón o algún otro material barato.
En sus ojos muertos no se podían adivinar los rastros de algo que alguna vez
había sentido, respirado y, tal vez, amado. Me pregunté si los conejos lloraban
por primera vez y luego advertí la mirada del joven de delantal verde sobre mi
hermano y sobre mí. Entonces una voz no mucho mayor que la mía se dirigió a mi
madre y le dijo:
― Cómo están de bonitos sus niños,
señora. ― la voz salía con dificultad, como si algo les estorbase en la
garganta― Tiene que cuidarlos mucho. Hay gente muy mala allá afuera, que se
aprovecha de uno porque uno tiene que comer. ― miró al argentino jadeando en la
sala oscura y una lágrima cayó sobre el conejo asado.
Comimos en silencio y volvimos sobre
la carretera rodeada de verde. Mi hermano ya no lloraba y dormía tranquilo. Mi
padre respiró aliviado y mi madre permaneció en silencio. Por un instante me
pareció ver un rostro triste que se asomaba por una de las ventanas empañadas
del restaurante, como uno de los conejos atrapados en el lienzo hasta que el
hongo terminara por devorarlo; pero el
carro arrancó rápido y sólo pude ver el verde de los árboles que se sucedían en
densas manchas difusas.