martes, 1 de abril de 2014

Líneas rojas



Decidí celebrar mi cuerpo cuando, tras terminar mi relación con Catalina, me encontré obeso frente al espejo. Unas líneas rojas recorrían de extremo a extremo mi estómago, trazando los pliegues de piel que se doblaban sobre las costillas al sentarme frente a un escritorio. Imaginé a Catalina, ahora libre de mi prisión de carne inmensa, conociendo a un hombre atlético, acariciando con sus manitos menudas su abdomen perfecto por sobre su camiseta tibia al auxilio de los neones de un bar. Imaginé a este cuerpo abstracto, como una ruina griega de la que sólo sobrevive el croquis de su anatomía y cuyo rostro se ha borrado por la arena y el paso terrible del tiempo, recorriendo el cuerpo desnudo de Catalina sobre unas sábanas blancas, signando con sus besos cada parte de su geografía que yo había poblado con mis caricias y mi saliva.
            Yo también tendría entonces a una mujer preciosa. Volvería al gimnasio a entrenar, levantaría pesas, comería balanceado, dejaría la bebida y los azúcares y, por sobre todo, trotaría una hora diaria en las caminadoras de última gama cuyo uso merecía por el simple hecho de pagar una matrícula en la universidad obscenamente costosa que ofrecía, entre otras cosas, el acceso al gimnasio con sus máquinas estáticas, las cintas que giraban sobre sí enfrentando una ventana donde, un poco más atrás de las canchas de fútbol, se adivinaba una vegetación tupida como un escape a la metrópoli allá abajo con el ruido de los carros, a la presencia de Catalina en cada uno de los lugares que visitamos, al fantasma que, caminando por los caminos del campus podría materializarse al doblar equivocadamente una esquina, al abrirse la puerta de un ascensor.  
            Empaqué la ropa en una tula y ella se convirtió en mi mejor compañera a lo largo de los días que siguieron. Abandoné el proyecto de darle fin a la obra de Conan Doyle que cargaba como un ladrillo inmenso en mi maleta para abrir espacio para el desodorante, el jabón y la toalla y todo aquello que precisara para limpiarme una vez terminara el entrenamiento. A mi modo de ver había algo de catarsis en volver al gimnasio cada tarde cuando las clases terminaban, en rechazar el cigarrillo para comentar algún apunte del profesor con quienes asistían a las cátedras, en guardar todo el aliento para botarlo en emanaciones hirvientes de mi pecho, mis axilas y mis piernas hacia la ventana que ventilaba la sala de ejercicios y, con esos suspiros de mi cuerpo, se iría borrando la presencia de Catalina, cada una de las huellas invisibles que había dejado sobre mi piel. Como una vela que lentamente se consume, derritiéndose sobre los trazos de su molde. Porque Catalina me había creado a su manera con sus manos artesanas, inventando los contornos de mi piel que, mientras corría lejos, no olvidaban los trazos de sus dedos.
            Después del viacrucis del ascenso hacia el gimnasio, fatigado, me desvestía con pudor frente a los cuerpos esculturales de los atletas, alienado de su carne, imaginando que cualquiera de ellos podría ser el próximo amante de Catalina, tratando de adivinar qué brazos habrían de levantarla del suelo en un mimo intenso para darle vueltas mientras ella recogía sus pantorrillas sobre el reverso de sus muslos y cerraba los ojos para dejar por fuera de su cuerpo nada que no fuera ese férreo abrazo. Entonces recogía una toalla sobre mi espalda y  me encaramaba sobre la caminadora, oprimía unos botones y veía, en un monitor entre mi cuerpo y los árboles tras la ventana, la proyección de una pista olímpica que sería recorrida por un diminuto punto rojo que iba dejando su estela como un caracol, conforme mis piernas aceleraran sobre la banda que giraba sobre sí misma.
            Y entonces la sensación de abatimiento. Era extraño correr. Sentía mis pasos repiquetear sobre la banda, primero el talón y luego la punta del pie, con los dedos doblados en un ángulo extraño, y otra vez el talón del otro pie y luego el primero, marchando, acelerando conforme mis dedos apretaban los botones para aumentar la velocidad, tratando de dejar atrás el cuerpo de Catalina desnudo en la madrugada, mientras el mío se iba formando, endureciendo, quemándose.  La máquina recibía mi trote tranquilamente sobre la banda que giraba sobre sí misma.
             La mecánica del ejercicio me sorprendía: el monitor registraba la distancia recorrida y sin embargo no estaba más cerca de los árboles frente a mi ventana, seguía ocupando el mismo lugar y, entre más velocidad le ponía a la máquina para que la cinta girara, más cansado me sentía de permanecer anclado en ese punto del espacio. El punto rojo daba vueltas recorriendo un espacio de cuatrocientos metros para volver sobre el punto de partida, momento en que el recorrido que había dado y que se enseñaba con una estela roja como la cola de un comenta, se desvanecía. Como si nunca hubiera estado allí.
            Claro que se iban registrando las vueltas que yo daba y luego un medidor las convertía en kilómetros. No obstante, me sentía atrapado, sin poder avanzar y, conforme intentaba escapar del recuerdo de Catalina, reparaba con horror cómo el punto rojo volvía sobre su paso y desvanecía su avanzada. Dando vueltas en redondo volvía sobre el punto de partida y el recuerdo de Catalina me atrapaba, asfixiándome como lo hacía el ritmo cansado de mi respiración sofocada.
            Frente al espejo me veía más delgado, o menos gordo. La piel se iba adhiriendo a los huesos, la carne no colgaba móvil como antes sino permanecía firme y pétrea. Sin embargo, las líneas rojas de la piel plegada permanecían sobre el estómago, aunque ya no se doblaba mi abdomen sobre sí mismo, como un monstruo que se devora desde adentro, masticando su rostro y halando la piel de todas las extremidades hacia sí. Decidí pues, doblar esfuerzos, comer menos y aumentar las series de ejercicios Me quedaba dormido en las clases y siempre el cuerpo me dolía, recibiendo golpes invisibles por cada uno de sus flancos mientras caminaba o permanecía sentado. Aun así, pese a los alaridos silentes con los que me recriminaban mis sistemas, todas las tardes volvía a la caminadora donde intentaba correr siempre un poco más, algunas decenas de metros en relación al día anterior, sobre la banda que se repetía en su avance, sobre el camino donde no quedaba registro de mis huellas.
            A veces me preguntaba si esas marcas rojas que me habían llevado a constatar mi obesidad, el descuido en que quedó mi cuerpo una vez sonó el último portazo y Catalina salió definitivamente de mi vida, no era el camino que el punto rojo recorría dando vueltas a la animación de la pista olímpica. Como si por un arcano designio del destino, o porque a Dios le gusta escupirme en el rostro, nunca fueran a desaparecer las trazas de mi pasada obesidad, de Catalina tatuada en mi piel como la cicatriz de un rasguño o una puñalada que llega en las primeras luces de la madrugada, y cada que avanzara más las líneas rojas se irían intensificando, como tierra virgen sobre la que pasa una y otra vez el arado de un campesino. Seguía corriendo todas las tardes y obviaba el llanto que se me anudaba en la garganta por la ausencia de Catalina, como si las lágrimas pudieran desdoblarse en el sudor de mi cuerpo hirviendo y, en vez de llorar por los ojos, lo hiciera con todo mi cuerpo que iba puliéndose como las rocas de la costa que durante miles de años han recibido el azote de las olas saladas que les dan forma o las pulverizan en arena.
            Creía que Catalina se escondía entre la grasa de mi cuerpo, en los rollos de grasa de mi espalda o en los pliegues de mi estómago amorfo. Lo cierto es que comprendí muy tarde que no estaba enfermo por su ausencia, sino que era precisamente su presencia la que me habitaba como un parásito, devorándome desde adentro. Por eso no importaba cuánto corriera o cuánta distancia recorriera, la presencia de Catalina no me perseguía sino que era parte de mí, como un niño asustado que escapa de su propia sombra y piensa que van detrás de él todos los demonios del mundo y no sabe que esas bestias terroríficas que trepan por las paredes, se escurren por entre las rocas y se multiplican a voluntad por entre los rincones vienen de sí mismo, del lado solitario y lleno de miedo de su corazón. La banda corría sobre sí misma y el monitor avanzaba veloz mientras mis piernas ardían de dolor al trotar, pues ya no eran de blando tejido sino de piedra maciza conforme el punto rojo avanzaba por sobre la imagen de la pista olímpica, próximo a llegar a los cuatro kilómetros. Conforme el tiempo restante del entrenamiento marcado desde el comienzo de la rutina se acercaba al final, el punto diminuto se acercaba al punto de partida. Al llegar los segundos al cero el punto volvió sobre sus pasos y su estela roja se desvaneció en el monitor, dando paso a una caricatura en pixeles de una entrenadora con cola de caballo que me felicitaba por mis avances, conforme el estómago ardía como si lo marcaran con fuego. Me recosté sobre la banda caliente y vi mi sombra jadeando, pero el cuerpo no me respondía para escapar de ella. Y Catalina que se materializaba en cada esquina del gimnasio, tras las ventanas o encaramada en los árboles a los que nunca había alcanzado a llegar. Y las líneas rojas que me tallaban el abdomen, que no estaban afuera de mí sino que me habitaban como caminos de mordiscos que pequeños gusanitos iban dejando tras de sí, desbaratando mis sistemas. Me sequé el rostro con una toalla y ya no supe si eran lágrimas o sudor la inscripción líquida de mi cara en el tejido de algodón.