Decidí celebrar mi cuerpo cuando, tras
terminar mi relación con Catalina, me encontré obeso frente al espejo. Unas
líneas rojas recorrían de extremo a extremo mi estómago, trazando los pliegues
de piel que se doblaban sobre las costillas al sentarme frente a un escritorio.
Imaginé a Catalina, ahora libre de mi prisión de carne inmensa, conociendo a un
hombre atlético, acariciando con sus manitos menudas su abdomen perfecto por
sobre su camiseta tibia al auxilio de los neones de un bar. Imaginé a este
cuerpo abstracto, como una ruina griega de la que sólo sobrevive el croquis de
su anatomía y cuyo rostro se ha borrado por la arena y el paso terrible del
tiempo, recorriendo el cuerpo desnudo de Catalina sobre unas sábanas blancas,
signando con sus besos cada parte de su geografía que yo había poblado con mis
caricias y mi saliva.
Yo
también tendría entonces a una mujer preciosa. Volvería al gimnasio a entrenar,
levantaría pesas, comería balanceado, dejaría la bebida y los azúcares y, por
sobre todo, trotaría una hora diaria en las caminadoras de última gama cuyo uso
merecía por el simple hecho de pagar una matrícula en la universidad obscenamente
costosa que ofrecía, entre otras cosas, el acceso al gimnasio con sus máquinas
estáticas, las cintas que giraban sobre sí enfrentando una ventana donde, un
poco más atrás de las canchas de fútbol, se adivinaba una vegetación tupida
como un escape a la metrópoli allá abajo con el ruido de los carros, a la
presencia de Catalina en cada uno de los lugares que visitamos, al fantasma
que, caminando por los caminos del campus podría materializarse al doblar
equivocadamente una esquina, al abrirse la puerta de un ascensor.
Empaqué
la ropa en una tula y ella se convirtió en mi mejor compañera a lo largo de los
días que siguieron. Abandoné el proyecto de darle fin a la obra de Conan Doyle
que cargaba como un ladrillo inmenso en mi maleta para abrir espacio para el
desodorante, el jabón y la toalla y todo aquello que precisara para limpiarme
una vez terminara el entrenamiento. A mi modo de ver había algo de catarsis en
volver al gimnasio cada tarde cuando las clases terminaban, en rechazar el
cigarrillo para comentar algún apunte del profesor con quienes asistían a las
cátedras, en guardar todo el aliento para botarlo en emanaciones hirvientes de
mi pecho, mis axilas y mis piernas hacia la ventana que ventilaba la sala de
ejercicios y, con esos suspiros de mi cuerpo, se iría borrando la presencia de Catalina,
cada una de las huellas invisibles que había dejado sobre mi piel. Como una
vela que lentamente se consume, derritiéndose sobre los trazos de su molde.
Porque Catalina me había creado a su manera con sus manos artesanas, inventando
los contornos de mi piel que, mientras corría lejos, no olvidaban los trazos de
sus dedos.
Después
del viacrucis del ascenso hacia el gimnasio, fatigado, me desvestía con pudor frente
a los cuerpos esculturales de los atletas, alienado de su carne, imaginando que
cualquiera de ellos podría ser el próximo amante de Catalina, tratando de
adivinar qué brazos habrían de levantarla del suelo en un mimo intenso para
darle vueltas mientras ella recogía sus pantorrillas sobre el reverso de sus
muslos y cerraba los ojos para dejar por fuera de su cuerpo nada que no fuera
ese férreo abrazo. Entonces recogía una toalla sobre mi espalda y me encaramaba sobre la caminadora, oprimía
unos botones y veía, en un monitor entre mi cuerpo y los árboles tras la
ventana, la proyección de una pista olímpica que sería recorrida por un
diminuto punto rojo que iba dejando su estela como un caracol, conforme mis
piernas aceleraran sobre la banda que giraba sobre sí misma.
Y
entonces la sensación de abatimiento. Era extraño correr. Sentía mis pasos
repiquetear sobre la banda, primero el talón y luego la punta del pie, con los
dedos doblados en un ángulo extraño, y otra vez el talón del otro pie y luego
el primero, marchando, acelerando conforme mis dedos apretaban los botones para
aumentar la velocidad, tratando de dejar atrás el cuerpo de Catalina desnudo en
la madrugada, mientras el mío se iba formando, endureciendo, quemándose. La máquina recibía mi trote tranquilamente
sobre la banda que giraba sobre sí misma.
La mecánica del ejercicio me sorprendía: el
monitor registraba la distancia recorrida y sin embargo no estaba más cerca de
los árboles frente a mi ventana, seguía ocupando el mismo lugar y, entre más
velocidad le ponía a la máquina para que la cinta girara, más cansado me sentía
de permanecer anclado en ese punto del espacio. El punto rojo daba vueltas
recorriendo un espacio de cuatrocientos metros para volver sobre el punto de
partida, momento en que el recorrido que había dado y que se enseñaba con una
estela roja como la cola de un comenta, se desvanecía. Como si nunca hubiera
estado allí.
Claro
que se iban registrando las vueltas que yo daba y luego un medidor las
convertía en kilómetros. No obstante, me sentía atrapado, sin poder avanzar y,
conforme intentaba escapar del recuerdo de Catalina, reparaba con horror cómo
el punto rojo volvía sobre su paso y desvanecía su avanzada. Dando vueltas en
redondo volvía sobre el punto de partida y el recuerdo de Catalina me atrapaba,
asfixiándome como lo hacía el ritmo cansado de mi respiración sofocada.
Frente
al espejo me veía más delgado, o menos gordo. La piel se iba adhiriendo a los
huesos, la carne no colgaba móvil como antes sino permanecía firme y pétrea.
Sin embargo, las líneas rojas de la piel plegada permanecían sobre el estómago,
aunque ya no se doblaba mi abdomen sobre sí mismo, como un monstruo que se
devora desde adentro, masticando su rostro y halando la piel de todas las
extremidades hacia sí. Decidí pues, doblar esfuerzos, comer menos y aumentar
las series de ejercicios Me quedaba dormido en las clases y siempre el cuerpo
me dolía, recibiendo golpes invisibles por cada uno de sus flancos mientras
caminaba o permanecía sentado. Aun así, pese a los alaridos silentes con los
que me recriminaban mis sistemas, todas las tardes volvía a la caminadora donde
intentaba correr siempre un poco más, algunas decenas de metros en relación al
día anterior, sobre la banda que se repetía en su avance, sobre el camino donde
no quedaba registro de mis huellas.
A
veces me preguntaba si esas marcas rojas que me habían llevado a constatar mi
obesidad, el descuido en que quedó mi cuerpo una vez sonó el último portazo y Catalina
salió definitivamente de mi vida, no era el camino que el punto rojo recorría
dando vueltas a la animación de la pista olímpica. Como si por un arcano
designio del destino, o porque a Dios le gusta escupirme en el rostro, nunca
fueran a desaparecer las trazas de mi pasada obesidad, de Catalina tatuada en
mi piel como la cicatriz de un rasguño o una puñalada que llega en las primeras
luces de la madrugada, y cada que avanzara más las líneas rojas se irían
intensificando, como tierra virgen sobre la que pasa una y otra vez el arado de
un campesino. Seguía corriendo todas las tardes y obviaba el llanto que se me
anudaba en la garganta por la ausencia de Catalina, como si las lágrimas
pudieran desdoblarse en el sudor de mi cuerpo hirviendo y, en vez de llorar por
los ojos, lo hiciera con todo mi cuerpo que iba puliéndose como las rocas de la
costa que durante miles de años han recibido el azote de las olas saladas que
les dan forma o las pulverizan en arena.
Creía
que Catalina se escondía entre la grasa de mi cuerpo, en los rollos de grasa de
mi espalda o en los pliegues de mi estómago amorfo. Lo cierto es que comprendí
muy tarde que no estaba enfermo por su ausencia, sino que era precisamente su
presencia la que me habitaba como un parásito, devorándome desde adentro. Por
eso no importaba cuánto corriera o cuánta distancia recorriera, la presencia de
Catalina no me perseguía sino que era parte de mí, como un niño asustado que
escapa de su propia sombra y piensa que van detrás de él todos los demonios del
mundo y no sabe que esas bestias terroríficas que trepan por las paredes, se escurren
por entre las rocas y se multiplican a voluntad por entre los rincones vienen
de sí mismo, del lado solitario y lleno de miedo de su corazón. La banda corría
sobre sí misma y el monitor avanzaba veloz mientras mis piernas ardían de dolor
al trotar, pues ya no eran de blando tejido sino de piedra maciza conforme el
punto rojo avanzaba por sobre la imagen de la pista olímpica, próximo a llegar
a los cuatro kilómetros. Conforme el tiempo restante del entrenamiento marcado
desde el comienzo de la rutina se acercaba al final, el punto diminuto se
acercaba al punto de partida. Al llegar los segundos al cero el punto volvió
sobre sus pasos y su estela roja se desvaneció en el monitor, dando paso a una
caricatura en pixeles de una entrenadora con cola de caballo que me felicitaba
por mis avances, conforme el estómago ardía como si lo marcaran con fuego. Me
recosté sobre la banda caliente y vi mi sombra jadeando, pero el cuerpo no me
respondía para escapar de ella. Y Catalina que se materializaba en cada esquina
del gimnasio, tras las ventanas o encaramada en los árboles a los que nunca
había alcanzado a llegar. Y las líneas rojas que me tallaban el abdomen, que no
estaban afuera de mí sino que me habitaban como caminos de mordiscos que
pequeños gusanitos iban dejando tras de sí, desbaratando mis sistemas. Me sequé
el rostro con una toalla y ya no supe si eran lágrimas o sudor la inscripción
líquida de mi cara en el tejido de algodón.