martes, 1 de abril de 2014

Líneas rojas



Decidí celebrar mi cuerpo cuando, tras terminar mi relación con Catalina, me encontré obeso frente al espejo. Unas líneas rojas recorrían de extremo a extremo mi estómago, trazando los pliegues de piel que se doblaban sobre las costillas al sentarme frente a un escritorio. Imaginé a Catalina, ahora libre de mi prisión de carne inmensa, conociendo a un hombre atlético, acariciando con sus manitos menudas su abdomen perfecto por sobre su camiseta tibia al auxilio de los neones de un bar. Imaginé a este cuerpo abstracto, como una ruina griega de la que sólo sobrevive el croquis de su anatomía y cuyo rostro se ha borrado por la arena y el paso terrible del tiempo, recorriendo el cuerpo desnudo de Catalina sobre unas sábanas blancas, signando con sus besos cada parte de su geografía que yo había poblado con mis caricias y mi saliva.
            Yo también tendría entonces a una mujer preciosa. Volvería al gimnasio a entrenar, levantaría pesas, comería balanceado, dejaría la bebida y los azúcares y, por sobre todo, trotaría una hora diaria en las caminadoras de última gama cuyo uso merecía por el simple hecho de pagar una matrícula en la universidad obscenamente costosa que ofrecía, entre otras cosas, el acceso al gimnasio con sus máquinas estáticas, las cintas que giraban sobre sí enfrentando una ventana donde, un poco más atrás de las canchas de fútbol, se adivinaba una vegetación tupida como un escape a la metrópoli allá abajo con el ruido de los carros, a la presencia de Catalina en cada uno de los lugares que visitamos, al fantasma que, caminando por los caminos del campus podría materializarse al doblar equivocadamente una esquina, al abrirse la puerta de un ascensor.  
            Empaqué la ropa en una tula y ella se convirtió en mi mejor compañera a lo largo de los días que siguieron. Abandoné el proyecto de darle fin a la obra de Conan Doyle que cargaba como un ladrillo inmenso en mi maleta para abrir espacio para el desodorante, el jabón y la toalla y todo aquello que precisara para limpiarme una vez terminara el entrenamiento. A mi modo de ver había algo de catarsis en volver al gimnasio cada tarde cuando las clases terminaban, en rechazar el cigarrillo para comentar algún apunte del profesor con quienes asistían a las cátedras, en guardar todo el aliento para botarlo en emanaciones hirvientes de mi pecho, mis axilas y mis piernas hacia la ventana que ventilaba la sala de ejercicios y, con esos suspiros de mi cuerpo, se iría borrando la presencia de Catalina, cada una de las huellas invisibles que había dejado sobre mi piel. Como una vela que lentamente se consume, derritiéndose sobre los trazos de su molde. Porque Catalina me había creado a su manera con sus manos artesanas, inventando los contornos de mi piel que, mientras corría lejos, no olvidaban los trazos de sus dedos.
            Después del viacrucis del ascenso hacia el gimnasio, fatigado, me desvestía con pudor frente a los cuerpos esculturales de los atletas, alienado de su carne, imaginando que cualquiera de ellos podría ser el próximo amante de Catalina, tratando de adivinar qué brazos habrían de levantarla del suelo en un mimo intenso para darle vueltas mientras ella recogía sus pantorrillas sobre el reverso de sus muslos y cerraba los ojos para dejar por fuera de su cuerpo nada que no fuera ese férreo abrazo. Entonces recogía una toalla sobre mi espalda y  me encaramaba sobre la caminadora, oprimía unos botones y veía, en un monitor entre mi cuerpo y los árboles tras la ventana, la proyección de una pista olímpica que sería recorrida por un diminuto punto rojo que iba dejando su estela como un caracol, conforme mis piernas aceleraran sobre la banda que giraba sobre sí misma.
            Y entonces la sensación de abatimiento. Era extraño correr. Sentía mis pasos repiquetear sobre la banda, primero el talón y luego la punta del pie, con los dedos doblados en un ángulo extraño, y otra vez el talón del otro pie y luego el primero, marchando, acelerando conforme mis dedos apretaban los botones para aumentar la velocidad, tratando de dejar atrás el cuerpo de Catalina desnudo en la madrugada, mientras el mío se iba formando, endureciendo, quemándose.  La máquina recibía mi trote tranquilamente sobre la banda que giraba sobre sí misma.
             La mecánica del ejercicio me sorprendía: el monitor registraba la distancia recorrida y sin embargo no estaba más cerca de los árboles frente a mi ventana, seguía ocupando el mismo lugar y, entre más velocidad le ponía a la máquina para que la cinta girara, más cansado me sentía de permanecer anclado en ese punto del espacio. El punto rojo daba vueltas recorriendo un espacio de cuatrocientos metros para volver sobre el punto de partida, momento en que el recorrido que había dado y que se enseñaba con una estela roja como la cola de un comenta, se desvanecía. Como si nunca hubiera estado allí.
            Claro que se iban registrando las vueltas que yo daba y luego un medidor las convertía en kilómetros. No obstante, me sentía atrapado, sin poder avanzar y, conforme intentaba escapar del recuerdo de Catalina, reparaba con horror cómo el punto rojo volvía sobre su paso y desvanecía su avanzada. Dando vueltas en redondo volvía sobre el punto de partida y el recuerdo de Catalina me atrapaba, asfixiándome como lo hacía el ritmo cansado de mi respiración sofocada.
            Frente al espejo me veía más delgado, o menos gordo. La piel se iba adhiriendo a los huesos, la carne no colgaba móvil como antes sino permanecía firme y pétrea. Sin embargo, las líneas rojas de la piel plegada permanecían sobre el estómago, aunque ya no se doblaba mi abdomen sobre sí mismo, como un monstruo que se devora desde adentro, masticando su rostro y halando la piel de todas las extremidades hacia sí. Decidí pues, doblar esfuerzos, comer menos y aumentar las series de ejercicios Me quedaba dormido en las clases y siempre el cuerpo me dolía, recibiendo golpes invisibles por cada uno de sus flancos mientras caminaba o permanecía sentado. Aun así, pese a los alaridos silentes con los que me recriminaban mis sistemas, todas las tardes volvía a la caminadora donde intentaba correr siempre un poco más, algunas decenas de metros en relación al día anterior, sobre la banda que se repetía en su avance, sobre el camino donde no quedaba registro de mis huellas.
            A veces me preguntaba si esas marcas rojas que me habían llevado a constatar mi obesidad, el descuido en que quedó mi cuerpo una vez sonó el último portazo y Catalina salió definitivamente de mi vida, no era el camino que el punto rojo recorría dando vueltas a la animación de la pista olímpica. Como si por un arcano designio del destino, o porque a Dios le gusta escupirme en el rostro, nunca fueran a desaparecer las trazas de mi pasada obesidad, de Catalina tatuada en mi piel como la cicatriz de un rasguño o una puñalada que llega en las primeras luces de la madrugada, y cada que avanzara más las líneas rojas se irían intensificando, como tierra virgen sobre la que pasa una y otra vez el arado de un campesino. Seguía corriendo todas las tardes y obviaba el llanto que se me anudaba en la garganta por la ausencia de Catalina, como si las lágrimas pudieran desdoblarse en el sudor de mi cuerpo hirviendo y, en vez de llorar por los ojos, lo hiciera con todo mi cuerpo que iba puliéndose como las rocas de la costa que durante miles de años han recibido el azote de las olas saladas que les dan forma o las pulverizan en arena.
            Creía que Catalina se escondía entre la grasa de mi cuerpo, en los rollos de grasa de mi espalda o en los pliegues de mi estómago amorfo. Lo cierto es que comprendí muy tarde que no estaba enfermo por su ausencia, sino que era precisamente su presencia la que me habitaba como un parásito, devorándome desde adentro. Por eso no importaba cuánto corriera o cuánta distancia recorriera, la presencia de Catalina no me perseguía sino que era parte de mí, como un niño asustado que escapa de su propia sombra y piensa que van detrás de él todos los demonios del mundo y no sabe que esas bestias terroríficas que trepan por las paredes, se escurren por entre las rocas y se multiplican a voluntad por entre los rincones vienen de sí mismo, del lado solitario y lleno de miedo de su corazón. La banda corría sobre sí misma y el monitor avanzaba veloz mientras mis piernas ardían de dolor al trotar, pues ya no eran de blando tejido sino de piedra maciza conforme el punto rojo avanzaba por sobre la imagen de la pista olímpica, próximo a llegar a los cuatro kilómetros. Conforme el tiempo restante del entrenamiento marcado desde el comienzo de la rutina se acercaba al final, el punto diminuto se acercaba al punto de partida. Al llegar los segundos al cero el punto volvió sobre sus pasos y su estela roja se desvaneció en el monitor, dando paso a una caricatura en pixeles de una entrenadora con cola de caballo que me felicitaba por mis avances, conforme el estómago ardía como si lo marcaran con fuego. Me recosté sobre la banda caliente y vi mi sombra jadeando, pero el cuerpo no me respondía para escapar de ella. Y Catalina que se materializaba en cada esquina del gimnasio, tras las ventanas o encaramada en los árboles a los que nunca había alcanzado a llegar. Y las líneas rojas que me tallaban el abdomen, que no estaban afuera de mí sino que me habitaban como caminos de mordiscos que pequeños gusanitos iban dejando tras de sí, desbaratando mis sistemas. Me sequé el rostro con una toalla y ya no supe si eran lágrimas o sudor la inscripción líquida de mi cara en el tejido de algodón.

viernes, 5 de julio de 2013

Casa de muñecas



En la esquina de la calle Belial y la avenida Sabba existe una casa con las ventanas tapadas con pedazos de cajas de cartón. Para un desconocido que camine por ahí, la casa pasa desapercibida. Después de todo es un edificio antiguo, invadido  por el moho que amenaza con devorar la ciudad, sucia de graffitis y afiches que se remontan al año en que Madonna se presentó por única vez en la capital. No obstante, para los entendidos, el símbolo de una serpiente en aerosol rojo en la parte inferior de la puerta, es una invitación para degustar de los más deliciosos placeres de la ciudad.
            A la entrada, una mujer obesa y vieja, sentada en un sofá roto y desteñido, recibe las chaquetas y gabanes de los clientes. Luego, sin levantarse de la silla, les enseña el salón donde bailan las muñecas. Les llaman muñecas porque aún no han abandonado la pubertad.
            Las muñecas están obligadas a llamar papá a los clientes y abuela a la anciana obesa sentada en la mecedora de la entrada.
            El show no difiere en gran medida del de los demás bares de streap-tease. La única particularidad reside en el hecho de que éstas bailarinas apenas están desarrollando sus atributos femeninos.
            En una tarima con un largo tubo metálico las muñecas se menean al ritmo de la música. No llevan lencería. Visten pequeños calzones con figuras de Disney o de caricaturas de moda. Estela, por ejemplo, se caracteriza por sus prendas con estampados de pokemones y un elástico verde tan gastado que, cuando baila, se escurre hasta la ingle, revelando un vello púbico incipiente, apenas  una ligera sombra peluda.
            Cuando las muñecas cumplen quince años son llevadas a otras casas de la ciudad. Para los clientes de la Casa de Muñecas han perdido todo su atractivo. El encanto radica en la inocencia de las muñecas por ello, si lloran en el escenario, los clientes aflojan su corbata y se relamen el vodka de los labios. Algunos de ellos afirman que es la máxima delicia.
            Por una tarifa especial se puede proceder, en compañía de una muñeca, a las habitaciones de fantasía. Allí las paredes están revestidas de empapelado que remite a Alicia en el país de las maravillas, a los castillos acuáticos de la Sirenita o a los de Aladín. Hay columpios y muchos cojines. A veces, un bol de cristal lleno de dulces que las muñecas chupan para quitarse el mal aliento y el sabor salado de la boca.
            Por las mañanas entre las ocho y las doce, las muñecas tienen la libertad para jugar con las barbies que les regalan los clientes que han desarrollado especial afecto por ellas. Sin embargo poco duran éstos juguetes pues las muñecas prefieren quemarles la zona púbica con los cigarrillos que roban a la abuela o que les regalan sus padres. Dicen que no se sienten cómodas con una muñeca tan limpia.
            Nadie sabe de dónde vienen las muñecas. Nadie sabe tampoco a donde son enviadas tras cumplir los quince años. No es que importe mucho. Al alcanzar ésta edad sus articulaciones se mueven con dificultad, casi rechinando, su rostro parece de alguna manera derretido y, por más que lo intenten, no pueden peinarse, de manera que su cabello se encuentra siempre desordenado.    

domingo, 16 de junio de 2013

Conejo asado


Cuando todavía tenía familia por fuera de la ciudad era usual que viajáramos por carretera dos veces por mes a visitarlos junto con mis padres que aún seguían casados. Eran visitas  terriblemente aburridas. Mi hermano tenía problemas de otitis y el cambio de presión en el viaje lo alteraba de forma tal que no dejaba de llorar durante todo el trayecto. Yo trataba de calmarlo haciéndole ver los árboles que se sucedían rápidamente tras la ventana del carro. Él no dejaba de llorar y mi papá, que por demás detestaba manejar, se sentía frustrado y al borde de un ataque de nervios. Desde el asiento de atrás podía ver cómo las venas de su sien palpitaban cubiertas de sudor y ello me asustaba profundamente. Siempre he sido una persona nerviosa y en esos momentos creía que nos íbamos a estrellar contra los camiones que nos adelantaban en curva y parecían no preocuparse por nosotros. Sin embargo, cuando llegaba la hora del almuerzo, la atmósfera se calmaba un poco pues nos acercábamos a un restaurante sobre la carretera que servía conejo asado. Sólo entonces mi hermano se tranquilizaba ya que disfrutaba tanto como yo de ese plato relleno de queso derretido y que tenía  carne suave y jugosa.
            El restaurante pertenecía a un argentino obeso y al borde de un infarto que siempre nos recibía con una sonrisa grasienta e inmensa. Nos agarraba los cachetes con fuerza y luego nos acariciaba tiernamente las mejillas con sus manos rojas, gigantescas. El local era atendido por jovencitos que no llegaban a la mayoría de edad. Tenían la piel como gastada y caminaban con una profunda tristeza, sorteando las mesas de madera chueca y húmeda del local.
            El argentino se sentaba en una sala oscura decorada por sofás de estampados verde chillón, como la vegetación que circundaba al local. Su rostro estaba dibujado por la opacidad de la sala y una extraña lámpara con pantalla de vidrio, también verde, de forma que la inmensa criatura que siempre jadeaba parecía, sentado de esta manera, un monstruo del pantano, cubierto de algas y porquerías ocultas bajo el barro. Yo lo veía fumar lentamente unos puros robustos que desprendían un humo espeso que, a la luz de la atmósfera verde, parecía una bruma fantasmagórica sobre las ciénagas, como si bajo ese humo que flotaba despacio por la habitación se escondieran cocodrilos hambrientos en el silencio espectral. Le brillaban los ojos embebido en la contemplación de los jovencitos que corrían de un lado a otro cargando papas fritas, sopas y conejo asado.
            No recuerdo mucho de esos días. Sólo me llegan algunas imágenes y sensaciones que, puestas en contraste hoy, me suscitan un frío en la espina dorsal y los brazos. Sabía que a mis padres no les gustaba ir allí. No era la comida, pues el conejo asado de ese restaurante era excelente, hasta el punto que estoy seguro que jamás he comido otro mejor. Era otra cosa que en ese entonces no podía comprender. No obstante era obvio que a mis padres les desagradaba la atmósfera del local, tan postizamente tradicional como si hubiesen sacado de un catálogo de lo típico una cantidad de cuadros, artesanías y dichos arrieros y los hubiesen colgado en la pared de madera sintética sin ningún criterio aparente. Supongo que algo no encajaba y entonces ya podía preverlo. Sin embargo, mi hermano se olvidaba del dolor de su oído y devoraba las papas fritas con satisfacción mientras los jovencitos con delantal verde lo veían suspirando cuando ahogaba las frituras con ají y salsa de tomate. El argentino jadeaba en su sofá de estampado floral y sus ojos brillaban desde la sala opaca, mientras fumaba sus robustos tabacos, llenando el aire del local con un tufo a aserrín, vómito y madera quemada.
            Un día en  particular, que por algún azar simbólico quedó guardado por siempre en mis recuerdos, nos sentamos contra una pared de madera sintética. De ella colgaban cuadros derruidos por la humedad tibia del restaurante y los paisajes se difuminaban en atmósferas infectadas de hongos y podredumbre. Me quedé largo tiempo absorto en un cuadro. No sé qué me atraía de ahí pero me resultaba perturbador por lo que sucedía con los pigmentos descarapelados. En él se veían retratados una camada de conejos que pastaban por una pradera iluminada por el sol, atrás se extendían unos árboles difusos que se perdían en una sombra verde. En la mitad del lienzo, como una amenaza silenciosa, un hongo verde había empezado a crecer sobre los conejos. No sé si era producto de la humedad, de mi imaginación o de la poca luz del local pero, por extraño que parezca, los conejos me parecían aterrados, como si tuvieran consciencia del hongo que los iba a devorar, como si trataran de salir del lienzo y quisieran correr por sobre las mesas hacia la salida y la vegetación que circundaba al restaurante, dejando sus pequeñas huellas de barro y óleo por sobre toda la mesa. Pero permanecían estáticos, encerrados en ese cuadro que se cerraba sobre ellos, pudriéndolo todo a su paso.
            Ese día el restaurante estaba a reventar y los meseros vestidos con el delantal verde volaban eludiendo las mesas y las sillas con sorprendente velocidad, como si no hubiese obstáculos y estuviesen andando tranquilos por una pradera. Había uno que se quedaba atrás, un tanto desubicado y contrariado entre los gritos, el olor a conejo asado y el humo del tabaco del argentino que fumaba en la sala oscura. Probablemente era el más joven de los meseros y, cuando salió de la cocina de espaldas, cargando una bandeja que por la cantidad de platos apilados le bloqueaba en gran medida la vista, supe que algo terrible iba a ocurrir. No alcanzó a dar tres pasos cuando un jugo de se le regó sobre el pecho y, tal vez sorprendido por el accidente, dejó caer los platos, uno tras otro al suelo. El arroz se desparramó por todas las tablas de madera envejecida y un conejo asado, que se había abierto en dos, escurrió sus entrañas tibias y cubiertas de queso a pocos centímetros de nuestra mesa.
            Entonces se oyó el grito terrible. Ya los cuchillos habían dejado de cortar la carne jugosa del conejo, las bocas no sorbían aparatosamente los jugos espesos y las risas habían cesado en el mismo instante. La caída de los platos anticipó el grito y, en el silencio que se había generado por el accidente, el grito sonó aún más estridente y espeluznante. La criatura de la sala oscura había despertado de su letargo y con toda la fuerza de sus entrañas inmensas el gritó brotó con fuerza, como un volcán dormido que de repente se riega con su magna ardiente sobre un poblado miserable. El miedo me dejó suspendido en el tiempo en un instante frío y mi hermano pareció recordar los dolores de la otitis en su oído. En ese momento el mesero se echó a llorar. No era un adulto pero mi papá decía que los hombres no lloran y ahora que recuerdo eso me llega de nuevo la impresión de extrañamiento que sentí. En la casa había roto platos y vasos por accidente, incluso una vez rompí una lámpara de porcelana que no se pudo reparar y, aunque temí por la salud de mis nalgas poco acostumbradas al cuero bajo la lluvia fría de la ducha, no se me hubiera ocurrido llorar. Después de todo era un restaurante y seguramente tendrían muchos más platos, arroz y conejo asado. Por ello no entendía el terror en el rostro del joven con delantal verde. Un segundo grito lo llamó a la sala verde y, con resignación, caminó los pocos metros con la desesperación del que recorre el camino a la horca. La puerta se cerró con un golpe seco y el ruido regresó lentamente a inundar la atmosfera del restaurante. Los cuchillos volvieron sobre la carne de conejo, las bocas bebieron los jugos espesos y las risas se alzaron por encima de los gritos terribles que llegaban de la sala oscura.
            Me quedé expectante. Sentí crecer el hongo sobre el cuadro y las manos me sudaron por debajo de la mesa. Pasaron quince minutos o quizás menos pero para ese entonces el tiempo se había hecho tan denso que pude sentir cómo me crecía el pelo y las uñas. Por fin la puerta se abrió con tranquilidad, casi inadvertida y el joven de delantal verde salió caminando extraño y con la cara roja. Las lágrimas se le habían secado en el rostro y sólo quedaba en sus ojos una expresión de terrible tristeza, como si quince años lo hubiesen alcanzado de golpe y recordara distante su juventud dejada al viento. De la sala verde un olor extraño se mezclaba con el humo de un tabaco recién encendido mientras la criatura volvía a su letargo, jadeando en la densa oscuridad de su guarida. Nuestro conejo ya debía a estar por salir y mi hermano olvidó de nuevo el dolor profundo de su oído. Mis padres, por otro lado, se mostraron más tensos y ansiosos.
            El mesero vino con nuestro plato por fin. El conejo humeaba sobre una bandeja de latón o algún otro material barato. En sus ojos muertos no se podían adivinar los rastros de algo que alguna vez había sentido, respirado y, tal vez, amado. Me pregunté si los conejos lloraban por primera vez y luego advertí la mirada del joven de delantal verde sobre mi hermano y sobre mí. Entonces una voz no mucho mayor que la mía se dirigió a mi madre y le dijo:
            ― Cómo están de bonitos sus niños, señora. ― la voz salía con dificultad, como si algo les estorbase en la garganta― Tiene que cuidarlos mucho. Hay gente muy mala allá afuera, que se aprovecha de uno porque uno tiene que comer. ― miró al argentino jadeando en la sala oscura y una lágrima cayó sobre el conejo asado.
            Comimos en silencio y volvimos sobre la carretera rodeada de verde. Mi hermano ya no lloraba y dormía tranquilo. Mi padre respiró aliviado y mi madre permaneció en silencio. Por un instante me pareció ver un rostro triste que se asomaba por una de las ventanas empañadas del restaurante, como uno de los conejos atrapados en el lienzo hasta que el hongo terminara por devorarlo;  pero el carro arrancó rápido y sólo pude ver el verde de los árboles que se sucedían en densas manchas difusas. 

martes, 26 de febrero de 2013

El taburete


Cuando quieres emborracharte poco importa el veneno de turno. Así es que, aplastado en un taburete alto, dejo que las horas trascurran inaprensibles tras la ventana del bar. Carlos limpia una mancha inexistente de un vaso de cristal desde hace varios minutos, tres dedos revestidos de tela inmaculada, el mecánico movimiento de recorrer el borde del vidrio, como si tratara de borrar la huella de unos labios ausente. Me inclino a pensar que María volvió. Habrá cruzado la puerta, dejando tras de sí el sonido terrible de una campanilla que, antes que invitarla dentro, advertía su presencia. Como la trompeta mensajera que augura el avance del enemigo.  Imagino su fantasma sentado en un taburete como el que ahora ocupo, la punta de sus tacones flotando en el aire y sus muslos indómitos en todo el esplendor de la carne tensa en un ángulo perfecto, el suficiente para ocultar promesas salvajes bajo el doblez de su falda negra. Habrá abierto su boca, las fauces seductoras de un réptil escupe fuego legendario, y con un susurro sensual habrá solicitado de Carlos el único servicio que puede proveerle: veneno.
            La tarde se diluye en naranjas violentos sobre el gris del concreto y recuerdo la ficción poética de “beberse el día”. Enciendo un cigarrillo meditando sobre la inverosímil acción: el tratar de condensar la ausencia inconmensurable de un montón indefinido de individuos que recorren la ciudad como hormigas desalentadas, chocando los unos con los otros, el ruido de los carros y las nubes grises. Tomar todo eso, el sufrimiento y las desilusiones infantiles y mezclarlo en un vaso alto con hielo y medio limón, para luego beberlo. Quizás la expresión se refiera al acto de emborracharse en soledad para perder la noción del tiempo, la noción de estar vivo, de estar sufriendo. Carlos pone el vaso sobre la barra, lo examina y luego suspira. Llena mi vaso de ron y me sonríe con el gesto ceniciento del que se muere de dolor. Cortesía de la casa, me dice, levanto el vaso y brindo a su salud. Encuentro mi reflejo tras los vasos en pirámide en el espejo oxidado del bar, donde cientos de solitarios como yo se han encontrado, para luego bajar el rostro tras reconocer el brillo de las lágrimas en su imagen distorsionada por los cristales de los vasos.
            Trato de adivinar hace cuánto se fue María. Cuando ya no puede pagar más tragos Carlos le sigue llenando la copa hasta que, arrastrándola, su marido pasa a buscarla, gritando al humilde cantinero. A veces la golpea e, incluso una vez, tuve que frenar a Carlos para que no le reventara el rostro a puños. Si yo no hubiese intercedido probablemente el tierno gorila que llena mi copa habría acabado con el marido de María. No se hubiera detenido hasta reventarle el cráneo y hacer puré su cerebro, encontrando sus puños el pavimento bajo un reguero de viscosidades y gelatina. Afortunadamente había llegado hacía poco y todavía me preocupaba cuidar esa suerte de amistad que tengo con Carlos. Unos tragos después lo hubiera mandado todo a la mierda. Siempre mando todo a la mierda cuando me estoy envenenando.
            Entonces Carlos trae un pequeño vaso de la estantería sobre el neón azul de Budweiser  y se sirve un trago de tequila. Brinda a mi salud y golpea el pequeño recipiente contra la barra. Sonríe ahora de verdad y lo contemplo en toda su estupidez. Carlos parece un inmenso bebé con retraso, como los de los relatos de Oé, unas bestias casi míticas ajena a los yugos que imponen la ética y demás construcciones de la razón humana. Recuerdo a Dwight en Sin City  y todo lo que decía sobre Mark y me parece apropiado aplicarlo a Carlos. El inmenso titán de corazón de oro. El torpe de Of Mice and Men. Carlos y María. Juro que un día terminará rompiéndole el cuello a su esposo, sólo para poder contemplar a su juguete mientras ella duerme, soltando baba y moco de ginebra y tónica, con el labial corrido y la ceniza de su cigarrillo sobre el espacio que separa sus senos por escasos centímetros. Entonces se llevaría un dedo a los labios, en un gesto infantil que no podría evitar, me serviría otro trago. Yo callaría y bebería a su salud, mientras el cuerpo inerte de su esposo lentamente se va enfriando, con los ojos clavados en la botella de neón amarillo de corona.
            ― ¿Ha venido María hoy, Carlos?
            ― ¿Qué te hace pensar eso?
            ― El hecho de que siempre viene, que has limpiado ese vaso desde que llegue. ¿Estás tratando de borrar la huella de un beso que nunca te dio, una promesa que se perdió en el aire, velada por el humo de sus cigarrillos light?
            ― ¿Qué?
            ― Nada. Sírveme otro, tengo la garganta seca.
            ― Claro. Cortesía de la casa.
            ― A tu salud, Carlos.
            ― A la nuestra, siempre a la nuestra.
Por un momento intento descifrar si se refiere a nosotros dos, solitarios del naufragio que son nuestro días, atados a esta barra larga que nos separa, para no perdernos en la marea inmunda de la soledad o si, por el contrario, se refiere a la salud de su amada, al objeto inaprensible de su pueril enamoramiento. Entonces se sirve otro trago y clava su mirada en el taburete vacío junto a mí. Alza el rostro hacia una nube de humo que ha estado desde que llegué gravitando por el bar, iluminada por el neón azul de Budweiser. Luego sonríe con melancólico desdén y creo oírlo murmurar: “siempre a nuestra salud, siempre.”
            Afuera el día se hace noche y, quizás porque estoy envenenado, creo oír un ruido de tacones, mezclándose con el murmullo de los carros y los pasos de la multitud informe. El rostro de Carlos se tuerce en una mueca estúpida mientras levanta su vaso al vacío, hacia un taburete junto a mí.

martes, 17 de julio de 2012

Intantes cordobeses III: Equivocar el rumbo


En Bogotá las calles están numeradas. Carreras y calles tienen los nombres de números y su progresión es, en teoría, ordenada. De forma que calcular las distancias resulta en un ejercicio relativamente sencillo. En Córdoba, como en muchas otras ciudades del mundo, las calles tienen nombres históricos. Esto me ha confundido en la medida en que quiero moverme libremente por la ciudad pero no tengo idea de hacía dónde estoy yendo. Tengo que consultar el mapa que me dieron en el aeropuerto cada tanto, para encontrar los sitios que he señalado como de interés. A veces, no obstante, lo guardo en mi gabán y me olvido de su existencia. Entonces la ciudad se convierte en un laberinto, acaso para que descubra cada detalle mágico que esconde guiado por la música del azar. Ayer me dejé llevar por las avenidas y encontré una fastuosa catedral capuchina a la que ingresé solo, a pesar de la innata aversión que me producen las estatuas religiosas principalmente por sus ojos congelados en un instante doloso. Luego quedé fascinado por una fuente de roca donde el agua cae libremente sobre la cabeza de unos simios. Ya había visto varias fuentes, algunas de leones, de ángeles. Están dispuestas por toda la ciudad casi arbitrariamente pues no son monumentos de nada, vigilan cafetines o quioscos de prensa. Al equivocar el rumbo, al extraviarme en la ciudad he encontrado la emoción de encontrar fuentes. Ellas no están marcadas en el mapa así que sólo puedo dar con ellas guiado por la casualidad, un giro en una esquina al que me obliga el instinto. Es fantástico estar parado en la mitad de lo desconocido y encontrarse con el sonido del agua entre el tráfico y las voces.  

Intantes cordobeses II: Primer poeta argentino


Córdoba no sólo es la cuna de la primera universidad argentina, cuarta a nivel latinoamericano, sino también ostenta el título de ser la ciudad de origen del primer poeta argentino: José Luis de Tejeda y Guzmán. La obra del argentino está revestida del espíritu barroco de la poesía religiosa del siglo XVI y XVII. Poco he encontrado de su obra regado en la red, quizás debería buscar sus libros en algún museo. La sola idea me asusta, el buscar la poesía como un testimonio histórico más que por su calidad estética me angustia sin saber muy bien el porqué de esta turbación. Ahora bien, dando vueltas por la ciudad, por sus iglesias, me he encontrado con placas que conmemoran el nacimiento del poeta. Es como si la religiosidad inmanente al espíritu cordobés estuviese revestido de la belleza del lenguaje, la celebración de la santidad, del amor metafísico a Dios a través de la pulcritud del verso. Siempre me he declarado abiertamente ateo, pero las iglesias que están ligadas de alguna u otra manera a José Luis de Tejeda operan con un magnetismo indescifrable sobre mi persona. Y ya no puedo dejar de visitar una iglesia sin pensar en el poeta, aunque su construcción fuera posterior a la muerte de Tejeda, porque cada ícono me remite a un verso de la tradición, cada pintura me recuerda la simbología que he estudiado y cómo cada una de ellas es narrativa, da razón de la vida de los santos. Igual que la obra de Tejeda, primer poeta argentino.

Instantes cordobeses I: Primeras impresiones


Fundada en 1573 por el sevillano Jerónimo Luis de Cabrera, la ciudad de Córdoba, Argentina, es la típica ciudad colonial latinoamericana. La Plaza San Martín, cercana al hotel donde me hospedo, es el núcleo fundacional de la capital de la provincia homónima de Córdoba. La Catedral, la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, colinda con el antiguo Ayuntamiento (hoy un museo histórico donde convergen obras de distintos periodos de la producción artística cordobesa). He subido al campanario de la Catedral y he observado, hasta donde me alcanza la mirada, la ciudad. La arquitectura colonial convive con las edificaciones modernas, de forma que Córdoba por un lado reconoce su importancia histórica y, por el otro, permite el libre desarrollo urbano propio de los tiempos modernos, convirtiéndose en un importante centro cultural, económico, educativo, financiero y de entretenimiento argentino. No deja de sorprenderme este contraste pues, más que preservarse en el tiempo, la ciudad valora su legado y mira hacia adelante, al progreso. Esperemos que el momento que ocupa la historia argentina contemporánea no perjudique estas ansías de crecimiento.