En Bogotá las calles están numeradas. Carreras y
calles tienen los nombres de números y su progresión es, en teoría, ordenada. De
forma que calcular las distancias resulta en un ejercicio relativamente
sencillo. En Córdoba, como en muchas otras ciudades del mundo, las calles
tienen nombres históricos. Esto me ha confundido en la medida en que quiero
moverme libremente por la ciudad pero no tengo idea de hacía dónde estoy yendo.
Tengo que consultar el mapa que me dieron en el aeropuerto cada tanto, para
encontrar los sitios que he señalado como de interés. A veces, no obstante, lo
guardo en mi gabán y me olvido de su existencia. Entonces la ciudad se
convierte en un laberinto, acaso para que descubra cada detalle mágico que
esconde guiado por la música del azar. Ayer me dejé llevar por las avenidas y encontré
una fastuosa catedral capuchina a la que ingresé solo, a pesar de la innata aversión
que me producen las estatuas religiosas principalmente por sus ojos congelados en un instante
doloso. Luego quedé fascinado por una fuente de roca donde el agua cae
libremente sobre la cabeza de unos simios. Ya había visto varias fuentes,
algunas de leones, de ángeles. Están dispuestas por toda la ciudad casi
arbitrariamente pues no son monumentos de nada, vigilan cafetines o quioscos de
prensa. Al equivocar el rumbo, al extraviarme en la ciudad he encontrado la
emoción de encontrar fuentes. Ellas no están marcadas en el mapa así que sólo
puedo dar con ellas guiado por la casualidad, un giro en una esquina al que me
obliga el instinto. Es fantástico estar parado en la mitad de lo desconocido y
encontrarse con el sonido del agua entre el tráfico y las voces.
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