martes, 26 de febrero de 2013

El taburete


Cuando quieres emborracharte poco importa el veneno de turno. Así es que, aplastado en un taburete alto, dejo que las horas trascurran inaprensibles tras la ventana del bar. Carlos limpia una mancha inexistente de un vaso de cristal desde hace varios minutos, tres dedos revestidos de tela inmaculada, el mecánico movimiento de recorrer el borde del vidrio, como si tratara de borrar la huella de unos labios ausente. Me inclino a pensar que María volvió. Habrá cruzado la puerta, dejando tras de sí el sonido terrible de una campanilla que, antes que invitarla dentro, advertía su presencia. Como la trompeta mensajera que augura el avance del enemigo.  Imagino su fantasma sentado en un taburete como el que ahora ocupo, la punta de sus tacones flotando en el aire y sus muslos indómitos en todo el esplendor de la carne tensa en un ángulo perfecto, el suficiente para ocultar promesas salvajes bajo el doblez de su falda negra. Habrá abierto su boca, las fauces seductoras de un réptil escupe fuego legendario, y con un susurro sensual habrá solicitado de Carlos el único servicio que puede proveerle: veneno.
            La tarde se diluye en naranjas violentos sobre el gris del concreto y recuerdo la ficción poética de “beberse el día”. Enciendo un cigarrillo meditando sobre la inverosímil acción: el tratar de condensar la ausencia inconmensurable de un montón indefinido de individuos que recorren la ciudad como hormigas desalentadas, chocando los unos con los otros, el ruido de los carros y las nubes grises. Tomar todo eso, el sufrimiento y las desilusiones infantiles y mezclarlo en un vaso alto con hielo y medio limón, para luego beberlo. Quizás la expresión se refiera al acto de emborracharse en soledad para perder la noción del tiempo, la noción de estar vivo, de estar sufriendo. Carlos pone el vaso sobre la barra, lo examina y luego suspira. Llena mi vaso de ron y me sonríe con el gesto ceniciento del que se muere de dolor. Cortesía de la casa, me dice, levanto el vaso y brindo a su salud. Encuentro mi reflejo tras los vasos en pirámide en el espejo oxidado del bar, donde cientos de solitarios como yo se han encontrado, para luego bajar el rostro tras reconocer el brillo de las lágrimas en su imagen distorsionada por los cristales de los vasos.
            Trato de adivinar hace cuánto se fue María. Cuando ya no puede pagar más tragos Carlos le sigue llenando la copa hasta que, arrastrándola, su marido pasa a buscarla, gritando al humilde cantinero. A veces la golpea e, incluso una vez, tuve que frenar a Carlos para que no le reventara el rostro a puños. Si yo no hubiese intercedido probablemente el tierno gorila que llena mi copa habría acabado con el marido de María. No se hubiera detenido hasta reventarle el cráneo y hacer puré su cerebro, encontrando sus puños el pavimento bajo un reguero de viscosidades y gelatina. Afortunadamente había llegado hacía poco y todavía me preocupaba cuidar esa suerte de amistad que tengo con Carlos. Unos tragos después lo hubiera mandado todo a la mierda. Siempre mando todo a la mierda cuando me estoy envenenando.
            Entonces Carlos trae un pequeño vaso de la estantería sobre el neón azul de Budweiser  y se sirve un trago de tequila. Brinda a mi salud y golpea el pequeño recipiente contra la barra. Sonríe ahora de verdad y lo contemplo en toda su estupidez. Carlos parece un inmenso bebé con retraso, como los de los relatos de Oé, unas bestias casi míticas ajena a los yugos que imponen la ética y demás construcciones de la razón humana. Recuerdo a Dwight en Sin City  y todo lo que decía sobre Mark y me parece apropiado aplicarlo a Carlos. El inmenso titán de corazón de oro. El torpe de Of Mice and Men. Carlos y María. Juro que un día terminará rompiéndole el cuello a su esposo, sólo para poder contemplar a su juguete mientras ella duerme, soltando baba y moco de ginebra y tónica, con el labial corrido y la ceniza de su cigarrillo sobre el espacio que separa sus senos por escasos centímetros. Entonces se llevaría un dedo a los labios, en un gesto infantil que no podría evitar, me serviría otro trago. Yo callaría y bebería a su salud, mientras el cuerpo inerte de su esposo lentamente se va enfriando, con los ojos clavados en la botella de neón amarillo de corona.
            ― ¿Ha venido María hoy, Carlos?
            ― ¿Qué te hace pensar eso?
            ― El hecho de que siempre viene, que has limpiado ese vaso desde que llegue. ¿Estás tratando de borrar la huella de un beso que nunca te dio, una promesa que se perdió en el aire, velada por el humo de sus cigarrillos light?
            ― ¿Qué?
            ― Nada. Sírveme otro, tengo la garganta seca.
            ― Claro. Cortesía de la casa.
            ― A tu salud, Carlos.
            ― A la nuestra, siempre a la nuestra.
Por un momento intento descifrar si se refiere a nosotros dos, solitarios del naufragio que son nuestro días, atados a esta barra larga que nos separa, para no perdernos en la marea inmunda de la soledad o si, por el contrario, se refiere a la salud de su amada, al objeto inaprensible de su pueril enamoramiento. Entonces se sirve otro trago y clava su mirada en el taburete vacío junto a mí. Alza el rostro hacia una nube de humo que ha estado desde que llegué gravitando por el bar, iluminada por el neón azul de Budweiser. Luego sonríe con melancólico desdén y creo oírlo murmurar: “siempre a nuestra salud, siempre.”
            Afuera el día se hace noche y, quizás porque estoy envenenado, creo oír un ruido de tacones, mezclándose con el murmullo de los carros y los pasos de la multitud informe. El rostro de Carlos se tuerce en una mueca estúpida mientras levanta su vaso al vacío, hacia un taburete junto a mí.