lunes, 28 de noviembre de 2011

Bruma

Antonio no lograba recordar el rostro de Amalia. No recordaba su risa, no recordaba sus ojos, no recordaba tampoco su voz. Desde lejos, como de un lugar dormido de su memoria, le llegaban retazos de días grises, imágenes borrosas de un rostro que podía ser el de cualquiera, como las fotografías antiguas de un pariente lejano vestido de frac en algún año nuevo de los años 30, que su abuela juraba era el vivo recuerdo de Antonio. Y entonces ¿por qué tanta vigilia? Tantas noches viendo el humo ascender en espiral hacia el techo de su habitación, las gotas de lluvia cayendo lentamente por la ventana, bañadas todas de la luz roja del bar de enfrente, como en una pésima película de perdedores americanos. Y ese nombre. Amalia. Amalia. Amalia que le llegaba desde lejos, Amalia que le regaló el pocillo donde bebía café y ese cuadro tan gracioso de un gato vigilando el monitor de un computador. El recuerdo le era esquivo, se le resbalaba de las manos como ceniza una vez que la fogata se ha apagado. Amalia. Amalia. Amalia y Antonio. ¿Cómo había sido eso? Antonio y Amalia. ¿Cómo reconstruir el recuerdo? ¿Cómo aferrarse a un fantasma de humo, al reflejo vago de una luz?
            Había una mujer llamada Amalia (¿qué estudiaba Amalia, siempre cargada de libros ajados y con sus lentes gruesos sobre sus ojos que no recordaba?) y vestía de azul. La primera vez que la vio vestía de azul: botas café con felpa y suela de goma, jeans estrechos que resaltaban sus caderas perfectas y una blusa como de papel tornasolado azul. Azul, azul ¿cómo era ese azul? ¿Azul como sus ojos? Antonio recordaba casi toda la conversación, las luces del bar y la canción que sonaba. ¿Por qué entonces no recordaba su rostro, esos rasgos característicos que lo habían enamorado de ella? ¿Cómo era su voz mezclada con la de Alice Cooper en la mitad de ese bar iluminado por luces rojas y violetas?  Mala jugada del destino que su memoria recordara lo trivial sobre lo esencial, la prescindible sobre lo aparentemente meritorio. Abajo, frente al bar, dos borrachos enloquecidos se molían a golpes. El sonido de los golpes secos, de las botellas rompiéndose contra el suelo, de la algarabía de los curiosos se estrellaba de lleno contra los cristales de su ventana. Las gotas escurriendo lentas sobre el cristal y el vapor de su respiración como una bruma de la que no se puede escapar. Limpió el vidrio para esclarecer el panorama pero inmediatamente desistió pues lo que iba borrando volvía a empaparse de exhalaciones, como un fantasma de humo frío. El reflejo vago de la luz roja que se proyectaba sobre el vapor se difuminaba en rosas. Y el nombre, ese nombre: Amalia. Amalia. Amalia. La lluvia, la luz, los charcos, Amalia.
            Recordaba que la chispa ardió inmediata. Los días que siguieron al encuentro en el bar fueron una explosión de pasión. ¿Cómo lo miraban sus ojos enamorados? Un nombre y unos parpados cerrados. Amalia y unos ojos de un color anónimo, una persona con una mirada diluida, olvidada. ¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta noche recordó su nombre? Como un murmullo gastado, como una brisa lejana. Amalia. ¿Por qué todo se acabó? La pólvora no volvió a explotar, la mecha se empapó de las lágrimas saladas. No hace falta ser un genio para entender. Pero la vida no funciona como las metáforas. La vida no funciona como las películas ni mucho menos como los boleros. El humo ascendía tranquilo hacia el techo, se trepaba por las paredes, se escurría por las lámparas apagadas. El humo inundaba el espacio cerrado, lo hacía pesado para luego desvanecerse en el silencio de la noche. Y aún perduraba el olor a humo, como el nombre de Amalia cuando todo lo demás se había perdido. ¿A qué olía su cabello? ¿A qué sabían sus besos?
            Sólo dos luces tenues iluminaban la habitación de Antonio: el cigarrillo que se consumía despacio ofrecía un halo intermitente al rostro del insomne y las difusas luces rojas del bar, rosas sobre el vapor de la ventana se colaban como podían por la escarcha de hielo sobre los cristales. Pero ambas, en algún momento, se apagarían y todo volvería a quedar oscuro, bañado por la espesa noche, por el recuerdo de un nombre. Amalia. Amalia. Amalia. El humo, la lluvia, los charcos, un perfume olvidado y Amalia. Amalia que lo acompañaba con su ausencia en su soledad, en su esfuerzo por recordarle. El recuerdo es un mecanismo sucio de la mente para no dejarnos continuar, pensó, una asquerosa trampa del corazón para abrumarnos con sus angustias.
            ¿Dónde se había metido Amalia? ¿Por dónde había escapado? ¿Se había desvanecido lentamente como una pila de arena con el viento? Quizá su recuerdo se había desbaratado como un rompecabezas viejo: pieza a pieza su rostro, su voz y sus ojos se había perdido en los parajes nebulosos de su mente. Azul. Recordaba el azul. El azul y una canción de John Lee Hooker. El azul del cielo, de los buses Blue Bird, del vestido de Amalia. Azul era el nombre de un personaje del libro favorito de Amalia. Su mente lo fue llevando hacia asociaciones vacías, a laberintos donde se encontraba siempre de frente con un muro inmenso de concreto. Pero no podía recordar el rostro de Amalia. Por más que buscaba, se esforzaba hasta hacer sangrar los recuerdos pero, de cualquier manera, no podía dar con el cuadro completo de su cara. Quizá un lunar en la mejilla se le aparecía, pero luego no estaba seguro de que le perteneciera a ella. Al final todo era sombras, vapor que se perdía en el espacio inmenso. Quimeras, ilusiones. Fantasmas, como el libro favorito de Amalia.
            El ruido había cesado. Las luces del bar se habían apagado. De aún más lejos le llegaban las luces de los faroles naranjas. Como estrellas lejanas, proyectándose sobre todos los charcos que la lluvia había dejado tras de sí. El humo continuó flotando por la habitación por unos minutos más, aplastándose calmo sobre el techo, explayándose por entre los recovecos de las paredes y los muebles. Y luego la oscuridad casi absoluta. El silencio y la noche que amenazaba con convertirse en día, que amenazaba con acabarse sin traerle el recuerdo completo de Amalia. Recuerdo que la noche le había traído, que le había sacado de la cama, recuerdo que le había llenado la mente de azul. Amalia. Amalia. Azul, las luces rojas hechas rosas, la lluvia, los charcos naranjas, Amalia.
            No se dio cuenta cuando por fin cayó dormido. Las paredes fueron difuminándose lentamente, como tragadas por la bruma y, por un momento, las imágenes se revolvieron formando un espiral extraño hasta que todo cobró sentido. Antes de darse cuenta estaba rodeado de rostros familiares, de luces rojas, de luces violetas. I want to love you but I better not touch, I want to hold you but my senses tell me to stop. Amalia. Como todas las noches Amalia. Y siempre el mismo sueño que por la mañana no podía recordar. Su rostro de nácar, un lunar en la mejilla sobre la comisura de los labios cuando se doblan para sonreír.  La sonrisa de Amalia. La sonrisa que lo enamoró. Y esa mirada, cargada de deseo, de ternura. Bella, su mirada. Azul era el color de la nostalgia calma que le agobió esa noche, como el cielo sobre un desierto cuando no hay nubes. Pardos los ojos de Amalia que le miraban desde el otro lado del bar. Las luces rojas, la lluvia, los charcos anaranjados, Azul, ojos pardos. Cuando despertó Antonio encendió un cigarrillo, dejó que el humo subiera tranquilo hasta el techo y se levantó de la cama, dejando atrás la habitación, la ventana que daba contra el bar y en la almohada unos ojos pardos enredados entre las sábanas.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Sala de espera

Perdí el conocimiento. Cuando Daniela empezó a pujar, cuando su rostro empezó a volverse en una mueca de dolor y esfuerzo, y las máquinas empezaron a ondular en pulsos de verde eléctrico y números cuyo significado yo no entendía, me desmayé. Las enfermeras preguntaron si era hemofóbico cuando recobré el conocimiento en un consultorio cercano. Tuvieron que explicarme que era el miedo a la sangre. Quise hacer un chiste con respecto a tener miedo a la responsabilidad, pero no sabía la raíz latina o griega, o lo que fuera, para esa palabra, así que me limité a mover la cabeza de un lado a otro, mientras sentía como las imágenes iban llegando lentamente a mi campo visual. Un estetoscopio, una bata blanca de la que se asomaba un paquete de cigarrillos, el cuadro de “use it or lose it” lleno de condones de colores colgado sobre la camilla de cuero negra donde estaba acostado. Y las luces. Esas malditas luces blancas.
           Daniela acostada en una cama, manchando las sábanas con la plasma de su vientre, daba a luz a nuestro primer hijo. Sabíamos, desde el primer momento, que el embarazo iba a ser complicado. Más de una vez me levanté de la cama sin encontrarla a mi lado, sólo para descubrirla en la opacidad de la madrugada vaciando sus tripas en el inodoro. Pero siempre habíamos querido tener un hijo, envejecer juntos compartiendo sus triunfos, orgullosos cada día de que su vida saliera bien tras nuestros esfuerzos. Así es que nos arriesgamos, sin ninguna garantía más allá de nuestro amor, un amor sincero que, creíamos, podría sortear cualquier obstáculo. De cualquier manera el amor nos había llevado allí, a ese momento, y lleno de amor esperaba el nacimiento del bebé que la ecografía había confirmado como un varón. Deseé con todas mis fuerzas que mi padre no hubiese muerto para que me acompañase en un momento tan crítico. Me reproché haber perdido el conocimiento y no haber podido acompañar a Daniela en ese momento. Cada veinte minutos tenía que abandonar el hospital para fumar un cigarrillo rápidamente para luego volver a sentarme en una de esas sillas incómodas que, alineadas con una varilla de metal negro en grupos de cinco, me recordaban la futilidad del confort, bajo esas luces blancas que me aletargaban. Observé el largo pasillo blanco que me recordaba un gran túnel de luz, revestidas de blanco todas sus paredes y sin ningún cuadro colgando de ellas.
            La sala de espera quedaba cerca de la entrada de urgencias. Como era de noche pude ver la gente que llegaba herida de la ciudad. Frente a mí desfilaron camillas con gente víctima de accidentes de tráfico, herida por peleas callejeras o simplemente con mala suerte, víctima de un atraco que salió mal. Había, también, un televisor muerto, sin imagen que simplemente colgaba de un armatoste frío y gris, estorbando el paso de las camillas que, de cuando en cuando en medio del afán, tropezaba con el aparato mudo. Me levanté para comer algo de la máquina dispensadora de alimentos que quedaba en el muro al frente del televisor. Comida fría conservada quién sabe hace cuánto. Marqué G5, el código de unas papas de limón, y C7, el de un jugo de mango en cajita tetrapack. Me senté en la misma silla donde había tratado de permanecer tranquilo mientras Daniela jadeaba agitada en la sala de partos y observé a la gente que, en el silencio del anonimato, me acompañaban esa noche. Quería hablar con alguno pero cada quien tendría sus angustias y la conversación no sería natural, no nos conoceríamos más allá de nuestras angustias.
            Treinta y cinco años es una edad complicada para tener un hijo. Daniela lo sabía, yo lo sabía. El médico dijo que había una gran posibilidad de que el bebé naciera enfermo, frágil. No importa, dijimos, lo querremos igual, lo amaremos aún más si eso es posible.  Fuimos a esas clases de yoga en pareja para ayudar a no sé qué de la placenta, a que el bebé respirara mejor en el útero que día a día iba creciendo junto a nuestro hijo. Las contracciones nos agarraron en casa, mientras veíamos televisión. A partir del octavo mes todo había sido tiempo perdido, una dilación absurda de horas en las que esperábamos a que llegara el bebé. No vivíamos nuestras vidas esperando que se resolviera la de él. No obstante las contracciones nos agarraron desprevenidos. Daniela rompió fuente en el parqueadero del hospital. No llamamos a una ambulancia sino que la monté rápido en el asiento de atrás de mi carro, José, el portero, me ayudó a acomodarle la cabeza en una almohada que guardábamos allí. No alcancé a avisar a nadie y una vez en la clínica me olvidé de la existencia de todo el mundo salvo la de Daniela, el bebé y el médico que la ayudaba en ese tortuoso procedimiento. Cuando llegamos a la clínica y la subieron a una camilla le sostuve la mano corriendo junto a la camilla que, veloz y efectiva, atravesaba el gran corredor blanco, bajo luces que desaparecían rápidamente y que no parecían esferas blancas sino una larga carretera luminosa bajo el techo, un camino de luz que acompañaba a Daniela en su agitada tarea. Luego me desmayé.
            Una señora al lado mío lloraba. Tenía el pelo despelucado, las manos sobre el rosto y su espalda se contraía en espasmos atropellados. Era un llanto calmo, sin escándalo, resignado. Al fondo de la sala un hombre dormía tranquilo, el movimiento de sus parpados era lo único que lo diferenciaba de un cadáver yerto. Ni siquiera se movía. Una enfermera vestida de blanco me preguntó si ya me habían atendido y, al enterarse de que sí, se quedó sin saber qué hacer. Un hombre entró gritando por la puerta de vidrio. Le habían abierto el estómago a cuchilladas, jadeaba con las manos sobre el pecho y sobre su frente se dibujaban líneas de sudor frío mientras el color se iba yendo lentamente de su rostro. La enfermera que me había hablado salió de su estupor y llamó a gritos una camilla, aun así el señor que dormía atrás siguió inmerso en su letargo, aun así la señora a mi lado siguió llorando la muerte de su hijo. Se lo llevaron en la misma camilla que se llevaron a Daniela, o en una igual, ya ni sé. Acá en el hospital todo pierde sentido, todo es igual, abrigados bajo las mismas luces blancas, protegidos por las mismas paredes de idéntico color. Muriendo o dando vida a todos se los llevan por el mismo túnel blanco. Hacia la sala de operaciones, la morgue o la salsa de parto. El mismo pasillo que comienza en la sala de espera, donde el tiempo queda diluido hasta que las puertas se abran con la noticia. Es un varón dirían apenas se abrieran para mí, y todo volvería a su flujo normal, al mismo ritmo de siempre.
            Me quedé dormido. Soñé en blanco, eso recuerdo. Un gran túnel blanco era todo mi sueño, una larga sucesión de luces blancas. Una mano me sacudió suavemente y desperté. Las puertas se abrieron para mí y un doctor apareció frente al gran túnel de luz, me dijo que mi esposa estaba en la sala de recuperación. Cuando me disponía a salir para allá me agarró suavemente y, al voltearme hacia él, me miró a los ojos. Lo siento, dijo lentamente, hicimos todo lo que pudimos pero el cordón umbilical salió amarrado al cuello. Nació muerto, me dijo, lo siento. Todo se volvió un remolino entonces. Las luces, la sala de espera con su máquina de comida y su televisor apagado, las hileras de sillas quietas, la gente que ocupaba el lugar. Nacer muerto, que horrible. Mi hijo no alcanzó a ver la luz del mundo sino que se encontró de frente con la del final del túnel, sin siquiera haber recorrido el camino de su propia vida. Su existencia terminó sin siquiera haber empezado. Caminé lentamente el gran pasillo blanco, como un túnel de luz, hacia la sala de recuperación donde, manchada de sangre sobre su bata y sus sábanas blancas, Daniela me esperaba.