miércoles, 21 de septiembre de 2011

El frío



― Rebequita, Rebequita, mándeme un beso. Vea que hace frío.

            Edwin contemplaba la estatua blanca en medio de la fuente. Desde que se había separado de sus padres, llegando a la terminal de transportes de la vereda donde solía vivir, y se había encontrado con esa estatua sus días se le iban en mirarla. Sus jornadas comenzaban con un camino de doscientos metros hacia la Rebeca. Allí le hablaba, le contaba de las vacas que había ordeñado, de la máquina de coser de su madre, del machete que su padre llevaba fuertemente agarrado cuando iba abriendo trocha por entre el monte. Le contaba del monte también, de la espesa maleza que infectaba todo a su alrededor con el verdor de sus hojas, de la grama, del musgo. Le explicaba a la estatua como los amaneceres fríos en la vereda no eran tan fríos como los de Bogotá, porque allá tenía sus cobijas de lana, los besos de su madre y los abrazos peludos de su padre. Luego se iba caminando por la carrera trece, rumbo hacia el norte, mirando qué podía conseguir. A veces reunía lo suficiente para un pedazo de pan y un chocolate caliente, entonces los días no eran tan fríos y regresaba feliz a donde la estatua.

            Tenía casi trece años y la ciudad le parecía inmensa. En el monte, cuando se perdía, sólo tenía que escuchar los ladridos de los perros para encontrar el camino a casa. Pero la ciudad era enorme y por todos lados se oían ladrar los perros. Entre sus laberintos de concreto y hormigón no encontraba el camino a casa, sus pasos se tardaban en regresar a donde dormía la Rebeca. Su madre le había advertido de lo fácil que resultaba perderse en una ciudad como Bogotá, con todas las calles iguales y con tanta gente. Aun así, en un descuido, soltó la mano de su madre y un mar de gente se lo fue llevando. Y ya nunca más la volvió a ver.

            ―Dicen que la van a derrumbar, Rebequita. Que usted lleva no sé cuántos años estorbando a los peatones. Que están aburridos de ver a los gamines bañarse en sus aguas. Si la derrumban, ¿va a ser culpa mía? Si la derrumban, ¿se va a acordar de mí?

            Cuando caminaba por la calle la gente se apartaba de su lado, no lo miraba a los ojos, ni se quitaba el sombrero. En Bogotá nadie llevaba sombrero. En Bogotá nadie saludaba a nadie. Entonces Edwin se inventaba juegos, iba por allí pateando piedras, encaramándose a los árboles, a los postes. Por la noche tenía que ser cuidadoso de dónde dormía. Por la noche ellos venían con sus pistolas y linternas. Registraban todo el parque con sus rayos de luz y al que encontraban se lo llevaban. Y nadie más nunca lo volvía a ver. Cuando su mente lo llevaba de nuevo a los parajes de su vereda, recordaba que las noches eran tranquilas, que no había gritos, que no había disparos.

            ― Rebequita, Rebequita, sópleme un beso. Mi mamá me soplaba besos, mi mamita me consentía el pelo. ¿Usted  me quiere, Rebequita? Mi mamá me quería mucho. Yo no sé cuándo la voy a volver a ver, yo no sé si usted también va a desaparecer y, entonces, ¿qué me va a quedar? Véame los ojos como lloran. No voy a dejar que se la lleven, Rebequita.

            Un día llegaron camiones y obreros. Cubrieron la zona con una lona verde sintética y armaron montañas de arena, de cemento y de ladrillos. El sol se posaba sobre las aguas de la Rebeca pero Edwin sentía frío, como si nunca hubiera llovido tan fuerte. Se  sentó cerca a ella y le empezó a cantar las canciones que les había escuchado a sus padres. Sabía que les llamaban bambucos, o pasillos y  que algunos venían de todas partes de Colombia. Hablaban del amor, del mar (¿Cómo sería el mar?), de la tierra y del monte. Por último cantó su favorita. Su mamá se la cantaba para que se durmiera, en esas noches que podía ver la luna desde su ventana.

Porque ha perdido una perla,
llora una concha en el mar.
Porque el sol no se ha asomado
está triste el pavo real.

Porque han pasado las horas
y la barca no llegó,
está llorando en el puerto
la novia del pescador.

            La voz se le partió en llanto, los ojos se le nublaron con lágrimas y se tiró a la fuente de su amada estatua.
            ― ¡Rebeca, Rebequita, mándeme un beso! Aunque sea uno, pa’ que me dure toda la vida y no se me olvide su cara, ni sus manos, ni el cántaro que tiene en sus manos.

Mañana cuando amanezca,
lucero de mi ilusión,
¿Qué voy a hacer si contigo,
te llevas mi corazón?

            Una voz le gritó a lo lejos, pero Edwin sólo escuchaba a su madre cantándole, los grillos en las noches de su vereda. A su padre abriéndose trocha por entre el monte.

Si una concha está llorando
porque una perla perdió,
¿Qué harán mis ojos mañana,
cuando me digas adiós?

            ― ¡Adiós, Rebeca! ― aulló a la estatua y se fue corriendo, perdiéndose en el frío de la noche.
            Por la mañana los camiones llegaron temprano. A su lado los obreros somnolientos marchaban, cargando mazos y taladros. Todo estaba previsto para acabar pronto, pero la obra tuvo que suspenderse. Amarrado al cuello de la estatua, un niño impedía que la demolición diese inicio. Cuando intentaron despertarlo, picándolo con un palo, un cadáver tieso cayó a la fuente. Por más que intentaron no pudieron encontrar a los padres. Pero a Edwin eso ya no le importaba: antes de que el frío se tragara su cuerpo, sintió un beso en la sien. Calientico.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Bajo la sombra de un viejo árbol

Primero dibujó un rostro. Tenía forma de huevo y en la parte baja la curvatura se veía interrumpida a veces por un pulso inseguro y torpe. Le pintó una sonrisa con una crayola verde limón y los ojos los hizo con un esfero azul al que le quedaba poca tinta y al que le habían mordido varias veces la parte de atrás. Un cuerpo anaranjado, como la cabeza, de formas asimétricas y, en la parte de arriba, dibujó un sol oblongo rojo, con rayas saliéndole a los lados también naranjas. Escribió Ruperto en la parte de arriba y la erre la dibujó al revés, pues todavía no sabía escribir del todo bien. Le gustaba el nombre. Le despertaba una risa leve,  como si fuera un personaje cómico, un nombre que nunca imaginó tendría alguna persona más que su Ruperto pero que había oído muchas veces en un contexto gracioso. Lo pegó con la cinta que sobró de la envoltura del regalo de cumpleaños que había recibido de su padre y, al final, agregó con crayolas de varios colores  “mi mejor amigo”.
             
      Salió corriendo pues lo iba a dejar el bus y se despidió de su madre cuando cerraba la puerta, de forma que las últimas palabras fueron silenciadas por un portazo precipitado. Una vez sentado en el asiento junto a la coordinadora del pequeño bus, se puso a cantar una canción que le había oído cantar a su empleada mientras planchaba. Se sentaba al lado de aquella señora para que nadie pudiera molestarlo, pegarle golpes con la palma de la mano en la cabeza ni burlarse de que su mamá lo obligaba a meterse la camisa dentro del pantalón. Una vez sentado en el bus se puso a hablar con Ruperto. Él también se sentaba en la silla de la monitora porque le gustaba el olor de su champú y las pequeñas pepitas blancas que adornaban sus uñas rojas, como si fueran pequeñas flores. Pensaba que sólo una mujer tan dulce podría tener florecitas en las uñas y por eso olía a primavera, como a manzanilla, como a pradera.
             
            Ruperto le habló de un reino lleno de castillos medievales, donde el cauce de los ríos llevaba siempre un montón de peces de colores. Le contó también que en ese reino vivía una princesa que no podía salir de la torre de su palacio porque su malvada madrastra, después de envenenar al rey, su esposo, se había quedado con todo el reino. Le dijo que la princesa  vivía muy sola y le preguntó si quería acompañarlo a ese reino lejano, lleno de colores y criaturas fantásticas, para rescatar a la princesa. Así podrían vivir los tres muy felices. Le gustó la idea y abrazó a Ruperto, le dio las gracias por invitarlo a tan maravillosa aventura y trató de dormir un poco antes de llegar al colegio. Su amigo siempre le contaba las mejores historias y le gustaba dormir después de escucharlas para poder soñar con ellas. En su sueño se vio junto a él y la princesa riendo, con los pies desnudos sumergidos en un río. Los peces de colores les daban pequeños besos de pez y les hacían cosquillas. Recostó su cabeza en el hombro de Ruperto y sonrió.
            
          No le gustaba llegar al colegio. No le gustaba, para nada, el colegio. Los niños más grandes e incluso sus mismos compañeros de curso jugaban a quitarle la maleta y a tirarla de un lado para otro, mientras él sólo podía perseguirla con los brazos estirados, llegando siempre tarde pues la camisa dentro del pantalón le estorbaba el correr y lo hacía sudar más rápido. En esas situaciones Ruperto nunca estaba, Ruperto sólo aparecía para consolarlo, para decirle que no importaba  lo que pasará él, Ruperto, siempre sería su amigo y jugaría con él.
          
      En las clases siempre se sentaban el uno al lado del otro. Se contaban chistes y trataban de no reírse para que la profesora no se molestara. Los otros niños volvían la cabeza hacia ellos y, con el índice erguido, hacían pequeños círculos cerca a la sien mientras sacaban la lengua y bizqueaban los ojos. A él no le importaba, Ruperto estaba a su lado y lo respaldaba para que fuera feliz. Se intercambiaban notas que dibujaban con una caja de crayolas que habían robado del salón de arte. Habían reservado esas crayolas específicas para intercambiar correspondencia,  eran muy especiales puesto que las habían hurtado en conjunto. Era como si algo más allá de ellos mismos  los atara a esa caja de crayolas, a sus cartas y a su amistad.
            
        En el recreo, se sentaban juntos bajo la sombra de un árbol viejo que había en el patio y hablaban, intercambiaban onces y hacían planes para poder vivir todas las aventuras que tenían en mente. A él nunca lo invitaban a jugar fútbol porque decían que era muy gordo y no podía correr rápido. Muchas veces había intentado decirles que podía ser el arquero, que su papá lo había estado entrenando y que no iba a dejar pasar ningún gol, ni uno sólo. Les hablaba de lo duro que entrenaban, les mostraba sus codos raspados y las rodillas llenas de costras por cicatrizar. Les decía lo duro que era su padre como entrenador, que entrenaban casi tres horas todos los sábados en el parque del barrio. Pero siempre lo ignoraban y sólo Ruperto lo invitaba a seguir intentándolo, seguro que algún día lo dejarían jugar y, entonces, nunca más buscarían otro arquero, pues se darían cuenta que él era el mejor. Le agradecía a su amigo en silencio y, como si no hubiese pasado nada, le seguía contando de cómo montarían los caballos y cazarían a los dragones del Monte Rojo. Le contaba a Ruperto ésta y más ideas con una falsa sonrisa, como si no estuviera triste, como si no quisiera llorar ahí mismo en la mitad del patio, como si el corazón no se le hiciera pedazos cada vez que los demás niños lo rechazaban.
             
        Los días pasaban y parecía como si nunca llegaría a poder compenetrarse con sus compañeros de clase. Su único amigo era Ruperto. El único que lo escuchaba, sentados a la sombra del viejo árbol del patio era él. Sólo su amigo entendía lo solo que se sentía y hacia todo lo posible, contándole historias, para que se su tristeza no fuera tan grande. Pero un día Daniel, el niño que normalmente jugaba como arquero con sus compañeros de curso, se enfermó y no pudo ir a clase. Sentado bajo el árbol, junto a Ruperto, escuchó por fin una voz que lo llamaba y le decía gordo, Daniel no vino al colegio ¿quiere tapar? No podía creer lo que escuchaba. Después de tanto tiempo en soledad, después de todos los fines de semana empleados con su padre aprendiendo a evitar que la pelota entrara en el arco, después de tantas lágrimas, por fin lo dejaban jugar.
           
       Salió corriendo con dirección al arco y se plantó cuán gordo era en la mitad de los tres tubos metálicos. El balón se movía de un lado a otro. Se elevaba, rebotaba y se escabullía por entre las piernas de los niños que jugaban. Pero nunca entró a la portería. Todos los tiros eran atrapados por sus hábiles manos. Pese a su gordura era rápido al moverse de un lado a otro. Nunca había estado tan feliz, nunca había sentido esa emoción, ni siquiera cuando Ruperto le contaba todos sus planes, todas sus posibles aventuras, cómo rescatarían princesas, cómo matarían ogros y brujas. Entonces le agarró una angustia: se había olvidado completamente de su amigo. Volteó la cabeza con dirección al árbol y allí lo vio: todo su rostro de crayola estaba triste, sus brazos de palillos se empezaron a desvanecer mientras se despedía con la mano y miraba, con sus ojos de azul de esfero, con dirección al arco. Una lágrima azul rodó por su rostro blanco, de contornos anaranjados, mientras se iba caminando hacia el horizonte y el cuerpo se convertía progresivamente en la brisa del viento. En ese momento un gol atravesó la portería y se estrelló contra la roída red. Y entonces, Ruperto se fue para siempre. Desapareció debajo del viejo árbol del patio del colegio. Los gritos le llegaron como de otra dimensión, pero no les prestó atención. Una lágrima le resbalo por sus cachetes redondos mientras se despedía, para toda la vida, de Ruperto.