― Rebequita, Rebequita, mándeme un beso. Vea que hace frío.
Edwin contemplaba la estatua blanca en medio de la fuente. Desde que se había separado de sus padres, llegando a la terminal de transportes de la vereda donde solía vivir, y se había encontrado con esa estatua sus días se le iban en mirarla. Sus jornadas comenzaban con un camino de doscientos metros hacia la Rebeca. Allí le hablaba, le contaba de las vacas que había ordeñado, de la máquina de coser de su madre, del machete que su padre llevaba fuertemente agarrado cuando iba abriendo trocha por entre el monte. Le contaba del monte también, de la espesa maleza que infectaba todo a su alrededor con el verdor de sus hojas, de la grama, del musgo. Le explicaba a la estatua como los amaneceres fríos en la vereda no eran tan fríos como los de Bogotá, porque allá tenía sus cobijas de lana, los besos de su madre y los abrazos peludos de su padre. Luego se iba caminando por la carrera trece, rumbo hacia el norte, mirando qué podía conseguir. A veces reunía lo suficiente para un pedazo de pan y un chocolate caliente, entonces los días no eran tan fríos y regresaba feliz a donde la estatua.
Tenía casi trece años y la ciudad le parecía inmensa. En el monte, cuando se perdía, sólo tenía que escuchar los ladridos de los perros para encontrar el camino a casa. Pero la ciudad era enorme y por todos lados se oían ladrar los perros. Entre sus laberintos de concreto y hormigón no encontraba el camino a casa, sus pasos se tardaban en regresar a donde dormía la Rebeca. Su madre le había advertido de lo fácil que resultaba perderse en una ciudad como Bogotá, con todas las calles iguales y con tanta gente. Aun así, en un descuido, soltó la mano de su madre y un mar de gente se lo fue llevando. Y ya nunca más la volvió a ver.
―Dicen que la van a derrumbar, Rebequita. Que usted lleva no sé cuántos años estorbando a los peatones. Que están aburridos de ver a los gamines bañarse en sus aguas. Si la derrumban, ¿va a ser culpa mía? Si la derrumban, ¿se va a acordar de mí?
Cuando caminaba por la calle la gente se apartaba de su lado, no lo miraba a los ojos, ni se quitaba el sombrero. En Bogotá nadie llevaba sombrero. En Bogotá nadie saludaba a nadie. Entonces Edwin se inventaba juegos, iba por allí pateando piedras, encaramándose a los árboles, a los postes. Por la noche tenía que ser cuidadoso de dónde dormía. Por la noche ellos venían con sus pistolas y linternas. Registraban todo el parque con sus rayos de luz y al que encontraban se lo llevaban. Y nadie más nunca lo volvía a ver. Cuando su mente lo llevaba de nuevo a los parajes de su vereda, recordaba que las noches eran tranquilas, que no había gritos, que no había disparos.
― Rebequita, Rebequita, sópleme un beso. Mi mamá me soplaba besos, mi mamita me consentía el pelo. ¿Usted me quiere, Rebequita? Mi mamá me quería mucho. Yo no sé cuándo la voy a volver a ver, yo no sé si usted también va a desaparecer y, entonces, ¿qué me va a quedar? Véame los ojos como lloran. No voy a dejar que se la lleven, Rebequita.
Un día llegaron camiones y obreros. Cubrieron la zona con una lona verde sintética y armaron montañas de arena, de cemento y de ladrillos. El sol se posaba sobre las aguas de la Rebeca pero Edwin sentía frío, como si nunca hubiera llovido tan fuerte. Se sentó cerca a ella y le empezó a cantar las canciones que les había escuchado a sus padres. Sabía que les llamaban bambucos, o pasillos y que algunos venían de todas partes de Colombia. Hablaban del amor, del mar (¿Cómo sería el mar?), de la tierra y del monte. Por último cantó su favorita. Su mamá se la cantaba para que se durmiera, en esas noches que podía ver la luna desde su ventana.
Porque ha perdido una perla,
llora una concha en el mar.
Porque el sol no se ha asomado
está triste el pavo real.
Porque han pasado las horas
y la barca no llegó,
está llorando en el puerto
la novia del pescador.
La voz se le partió en llanto, los ojos se le nublaron con lágrimas y se tiró a la fuente de su amada estatua.
― ¡Rebeca, Rebequita, mándeme un beso! Aunque sea uno, pa’ que me dure toda la vida y no se me olvide su cara, ni sus manos, ni el cántaro que tiene en sus manos.
Mañana cuando amanezca,
lucero de mi ilusión,
¿Qué voy a hacer si contigo,
te llevas mi corazón?
Una voz le gritó a lo lejos, pero Edwin sólo escuchaba a su madre cantándole, los grillos en las noches de su vereda. A su padre abriéndose trocha por entre el monte.
Si una concha está llorando
porque una perla perdió,
¿Qué harán mis ojos mañana,
cuando me digas adiós?
― ¡Adiós, Rebeca! ― aulló a la estatua y se fue corriendo, perdiéndose en el frío de la noche.
Por la mañana los camiones llegaron temprano. A su lado los obreros somnolientos marchaban, cargando mazos y taladros. Todo estaba previsto para acabar pronto, pero la obra tuvo que suspenderse. Amarrado al cuello de la estatua, un niño impedía que la demolición diese inicio. Cuando intentaron despertarlo, picándolo con un palo, un cadáver tieso cayó a la fuente. Por más que intentaron no pudieron encontrar a los padres. Pero a Edwin eso ya no le importaba: antes de que el frío se tragara su cuerpo, sintió un beso en la sien. Calientico.