miércoles, 11 de enero de 2012

Las máquinas

Papá dice que tendremos que vender la finca, que ya no hay nada que hacer. Yo no quiero irme: allá, en la capital hace mucho frío, hay mucho mugre. Yo no quiero dejar el monte, a las vacas ni el río. No quiero irme a Bogotá, no quiero que vendamos la finca. Pero papá dice que qué le vamos a hacer, que qué vaina, que toca vender. Entonces salgo corriendo de la casa y me trepo al monte, me subo a un árbol de esos bien altos y me quedo ahí, esperando. De lejos llegan los gritos de mi papá que me dice que me baje pa’ la finca, que deje la huevonada. Me llegan los ladridos de Coco que me busca, pero yo me quedo acá en mi árbol, mirando hacia el monte, escuchando a los pájaros, a los cuies que se esconden entre la maleza. Mirando al cielo, contando las estrellas, viendo como los pájaros abren las alas y planean bajo el cielo, y luego las vuelven a batir, y así hasta que se paran en un árbol a descansar. Y entonces papá que grita más duro y mejor no emberracarlo. Y bajo.
            Antes no era así. Antes sólo tenía que ordeñar a las vacas cuando aparecía el sol por encima del monte. Lo más de rico, la yerba olía a mojado, a rocío. Y me salían vapores de la boca. Iba a la escuela y aprendía a sumar, a leer, a que la capital de Colombia es Bogotá y que queda en el altiplano cundiboyacense y muchas otras cosas que ahora no me acuerdo. Pero ya ni siquiera hay escuela. Están comprando todo el pueblo para la mina. Yo no sé qué tiene que ver mi finca con la mina, pero papá me dice que toca venderla y que deje de hacer berrinche. Le chiflo a Coco y nos subimos al monte, buscando el río, buscando árboles donde me pueda encaramar y, desde arriba, poder ver todo el monte porque ya no sé cuánto más lo voy a poder ver hasta que me vaya o hasta que lo tumben. Me quedo horas ahí subido, hasta que aparecen las estrellas. Y mamá que me grita que me baje que ya está la comida. Y yo claro bajo, pero como aburrido, como porque toca.
            Ayer papá se emborrachó donde don José. Llegó a la casa casi con el sol, cayéndose, llorando. Tenía la camisa abierta y todo el pelo del pecho estaba lleno de sudor. Cuando lo vio, mi mamá se encerró a llorar y mi papá que movía la cabeza de lado a lado y le daba golpes a la puerta. Después se sentó en frente de la casa, mirando las vacas, llorando. Yo nunca había visto a mi papá llorar, nunca lo había visto con los ojos rojos. Mi papá dice que los hombres no lloran. Yo abracé a Coco y, con la mano, lo despulgé porque no sabía que otra cosa podía  hacer. Quería abrazar a mamita y a papito y decirles que no lloraran, que me tenían a mí. Pero abracé a Coco y me puse a llorar yo también.
            Don José vendió la finca. Él si tiene familia en Bogotá y prometió que cuando consiguiera un trabajo por allá nos iba a avisar para que nosotros también nos fuéramos. Mi papá lo abrazó y lo miró a los ojos, pero no dijo nada. Don José agarró su ruana y se la puso sobre la cabeza, bajándola hasta su pecho, se alisó el bigote negro y se fue. Se fue cantando una canción. Se fue con su familia y dejó los caballos, las mulas, las vacas y las gallinas. Ni siquiera se le ocurrió cerrar la puerta de la finca. Sólo se fue allá, lejos, detrás de las montañas, dizque a esa tierra que tiene edificios y carros, y semáforos y calles, y gente que duerme en las calles y gente que mata y roba en las calles. Yo no quiero irme por allá. Antes de que se fuera le pregunté a don José que si en Bogotá había monte, o por lo menos árboles donde me pudiera yo subir a mirar el cielo. El viejo sólo sonrió pero no estaba feliz, me dio una palmada en la espalda y me agarró el cachete con los dedos, bien fuerte. Y mamá que lloraba y papá que le decía ya mija, qué le vamos a hacer. Y Coco ladrando como diciéndole adiós don José, que Dios me lo bendiga. Ladrando hasta que se perdió el viejo tras el camino de tierra.
            Hace unos días que llegaron las máquinas. Son grandes, como tractores pero más grandes, mucho más grandes. Con los niños del pueblo fuimos a verlas, les tiramos piedras a ver cuánto es que en verdad resisten, pero un señor todo colorado nos echó de allá, diciéndonos que ese no era lugar para niños, que nos fuéramos a comer helado. Entraron al monte. Las máquinas entraron al monte y empezaron a tumbar los árboles. Y eso hacía chús chús. Y los árboles que caían, pant pant, contra la tierra, levantando polvo. Hacen un ruido horrible esas máquinas y no me dejan dormir. Coco les ladra pero nada, las máquinas siguen haciendo esos ruidos como cuando llueve muy, muy fuerte y el cielo se llena de rayos. Mi mamá que ya no puede coser y mi papá más aburrido porque no se puede subir al monte a cortar leña, porque como que es peligroso. Y entonces abre una botella y se queda ahí mirando las vacas, bebiendo y mirando a las vacas pastar por los pastos que hay frente a la finca.
            Yo no puedo ver más a mis papás así. Llorando tanto, sin hablarse. A mí no me gusta cuando hace tanto silencio porque antes la casa vivía llena de sonido, como de voces y de risas. Con decirle que hasta las vacas se callaron y las gallinas que están quietas en el corral, como mirando al piso. Ni siquiera Coco ladra, y a mí no se me ocurre que decir, porque ya no tengo nadie con quien hablar. Nadie. ¿No ve que ya todos se están yendo?
            Hoy me levanté temprano y me fui para el monte, Coco iba detrás de mí, ladrando, como diciéndome que no fuera. Que me quedara en la finca con mis papás. Pero yo quería ir al monte. Treparme a un árbol y ver lo que queda de verde, lo que todavía no han tumbado. Entonces me puse las botas y agarré el machete de mi papá que ya estaba cogiendo polvo de tanto estarse quieto y me subí. Al principio fue lo más de bonito, yo con Coco y el monte, y a veces que llegaban los ruidos de las máquinas, pero poquito, como a lo lejos. O es que de pronto yo no quería oírlas, sino estar en el monte, como si no estuvieran. Y hacerme el tonto, y jugar con Coco que también estaba como feliz cuando ya estábamos bien adentro del monte. Y luego ese ruido. Y era como el mismo ruido que había escuchado todas esas noches, todo ese tiempo. Pero más fuerte, como más cerca, claro. Y una voz que me gritó, pero ya no pude hacer nada, el chú chús estaba muy cerca, y el árbol se me vino encima.
            Yo no quería venirme para Bogotá, pero me tocó. Acá dicen que de pronto puedo volver a caminar, que va a tomar un poco de tiempo pero que es posible. Acá no es que haya mucho ruido, es que hay tanto ruido que uno ya se acostumbra y es como los pájaros que siempre estaban por el monte, y uno ya ni pensaba en ellos porque siempre estaban trinando, pero más pasito. Así es el ruido de Bogotá. En el hospital pude volver a leer, a estudiar. Pero no tenía ganas de saber nada del mundo, ni de los libros, ni de nada. Ya no extrañó tanto al monte, aunque a veces sí. O es que como siempre lo extraño ya aprendí a vivir así. Hace muchos días que no veo a Coco, porque acá los perros no pueden andar por todos lados, como allá. Y me lo imagino ahí solito, en la pieza que alquilamos que es chiquita, chiquita, me cuenta mi mamá. A veces, por la noche, me pongo a mirar el cielo. Pero ya nunca puedo encontrar estrellas, una vez vi algo que brillaba pero mi mamá me dijo que era un avión. Yo nunca había visto un avión, pero los pájaros tienen colores más lindos.