El helicóptero despegó de Cúcuta cuando el calor no podía llegar a un punto más alto, cuando las moscas se volvían torpes bajo su abrazo y la conversación quedaba inconclusa en el aire, incapaz de prolongarse más allá del saludo. Rumbo a un corregimiento perdido en la mitad del Catatumbo, el doctor Humberto García vio las azoteas desaparecer mientras ascendía hacia las nubes, las personas se volvieron puntos diminutos. Luego todo se convirtió en manchas difusas de verde, café, amarillo, que se sucedían tan rápidamente que le fue imposible comprender cómo el piloto sabía exactamente el nombre de esos pueblos fantasmas, si parecían tan insignificantes a medida que los iban dejando atrás.
― Por allá, doctor, el ELN se cargó a toda la población. ― escuchó a través del micrófono que le protegía los oídos― Al cura se lo bajaron cuando intentaba cerrar las puertas de la iglesia. Hace como seis meses que nadie se mete por ahí. La selva terminará tragándoselo.
El doctor Humberto García sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo, desde la punta del pie hasta la coronilla, para luego convertirse en una arcada en la garganta y quedarse definitivamente alojado como un nudo en el estómago. Sólo atinó a preguntar si faltaba mucho para llegar.
―Ya estamos cerca― respondió la voz con interferencia de González, mientras el helicóptero empezaba a descender lentamente.
El corregimiento era un reguero de casas miserables, apiñadas como cabían entre la maleza y la jungla y el polverío que se desprendía del suelo cuando los niños jugaban fútbol con una pelota de trapo. La iglesia era una construcción derruida donde las palabras “Dios salva” las había borrado en parte una ráfaga de metralla. Se podía sentir la presencia de la guerrilla a cada paso y el doctor Humberto García se reprochó su suerte a medida que avanzaba por entre las construcciones, donde la gente se había apiñado en los umbrales de las casas, sorprendida por el fenómeno del helicóptero que acababa de llegar.
En los días de la colonia, el corregimiento había sido un lugar de donde los criollos desplazaron a los indígenas, ávidos por un lugar donde vivir, sin importarles la miseria de la tierra y su infértil suelo. Sin embargo, bajo capas de barro seco, a cientos de metros de distancia existía la esperanza de encontrar petróleo, de construir un oleoducto que sacara, de una vez por todas, a esa población de su pobreza y la llevara por fin a lo que los hijos de los colonos llamaban civilización y que los primeros pobladores conocían como barbarie. Después de todo, generación tras generación la modernidad sólo les había traído muerte: primero por parte del fuego de los mosquetes de los primeros conquistadores y ahora de la metralla de los guerrilleros que se escondían en la profundidad de la jungla. En eso pensó el doctor Humberto García mientras destapaba una botella de agua y se refrescaba la piel quemada por los rayos del sol. Por un momento creyó estar en el infierno. Años después se convenció de haberlo recorrido entero.
Había llegado a ese lugar a negociar las condiciones para explotar la tierra, a prometer un mañana más claro. La compañía para la que trabajaba prometía escuelas, techos de zinc, agua potable. Le habían dado rienda suelta a su cartera de gastos, sólo debía de obtener los permisos. En su camino a la oficina del alcalde se percató que una mirada lo seguía por encima de las otras, al volver la mirada se encontró con el rostro de una joven de no más de catorce años, toda su piel de cobre y el cabello oscuro sucio, casi salvaje, regándose por toda la espalda. Lo que más le sorprendió fueron sus ojos negros, como de una gacela, que denotaban su herencia indígena, con la profundidad de una mirada que sólo una persona acostumbrada a la muerte y al hambre podría tener. Se permitió una tímida sonrisa pero su madre, que la custodiaba desde atrás, la obligó a volverse a la casa de madera arrasada por los gorgojos.
De vuelta en la capital, sentado en la tranquilidad de una mesa en el Club de Abogados, les habló a sus amigos del terror que se escondía tras esos ojos, negros y tristes, como los de una gacela asustada, como los de una infancia ahogada en la profundidad de la jungla. En silencio rogó a Dios no tener que pisar de nuevo ese corregimiento miserable, mas sus súplicas fueron en vano pues poco más tarde recibió una llamada de la compañía, avisándole que la próxima semana habría de volver al poblado perdido en las montañas del Catatumbo. Esa noche se emborrachó y, mientras intentaba conciliar el sueño en la oscuridad de su cama, las lágrimas se le escurrieron al imaginarse todos los horrores que se escondían entre esas casas, todos los hombres que habían desaparecido en la jungla al toparse con un campamento del ELN, las incursiones nocturnas de los guerrilleros al pueblo en busca de mujeres. Podía verlos, ebrios, disparando tiros al aire, agarrados de las jovencitas que aún no conocían los calores de la pubertad pero si la frialdad de la malicia humana. Pensó en la muchacha de ojos de gacela y rogó que ningún desgraciado le hubiera puesto la mano encima. Después de todo ¿de qué sirven las escuelas cuando se ha perdido toda la inocencia, todo el deseo de vivir? En todo eso pensó el doctor Humberto García mientras el alcohol que había bebido lo llevaba a quedarse dormido.
Cuando divisó el corregimiento desde el helicóptero se prometió sólo quedarse un par de horas. Le dijo a González que no demoraría cuando su atención se vio alterada por una visión grotesca. Frente a él, irreconocible, se encontraba la joven que había visto la semana pasada. Todo su rostro estaba vulgarmente pintorreteado con maquillaje barato, diluyéndose bajo el calor del sol infame de esas montañas del Catatumbo. Llevaba un vestido rojo y gastado y de la mano agarraba fuertemente una bolsa ínfima en la cual, el doctor Humberto García adivinó, llevaba las pocas pertenencias que podía permitirse en su miseria.
―Llévesela doctor, es suya ― le dijo una voz gruesa y cansada.
Era la madre que custodiaba a la pequeña que, con la mirada baja, sólo podía apretar el paquete con sus calzoncitos y las camiseticas desteñidas que poseía desde que tenía memoria, regalo lejano de tiempos más tranquilos. No sabiendo qué hacer pateaba el polvo del suelo mientras el maquillaje se derretía de su rostro juvenil.
―Pero usted está loca― repuso como pudo el abogado cuando se sobrepuso a la irrealidad de lo que tenía enfrente.
―Yo vi que le gustó, llévesela. Al menos con usted come. Cuídemela, doctor.
―Para mí es imposible hacer tal cosa, lo siento, pero no está bien― respondió el doctor Humberto García, mientras a paso veloz se alejaba camino a la oficina del alcalde.
Sentado frente a los documentos, el abogado sólo podía pensar en lo terrible que habría de ser la vida en ese pueblo del diablo para que aquella señora siquiera hubiera pensado la propuesta que le acababa de hacer. Mientras firmaba, pensando en ayudar de alguna manera al pueblo con el oleoducto que lo atravesaría, vio cómo el helicóptero despegaba. Creyó que González había tenido que responder a un llamado de emergencia y decidió esperarlo en la oficina del alcalde. Mientras bebía unas cervezas se fueron dos horas.
Al regresar el helicóptero, el doctor Humberto García apretó la mano del alcalde y prometió que el oleoducto habría de salvar al pueblo. Luego se montó a la máquina y saludó a González, el helicóptero despegó y el pueblo se fue perdiendo en una imagen difusa. Miró por la ventana un buen rato y luego sintió algo bajo su pie. Al recogerlo el corazón se le partió en varios pedazos que aún hoy no ha podido unir. En su mano sostenía unos calzoncitos viejos y con corazones borrosos de tanto haber sido usados. González se sonrojó y luego explotó en una carcajada prolongada.
― Las ganas, doctor. Las ganas― explicó cuando se repuso del ataque de risa.
El doctor Humberto García miro un largo rato por la ventana mientras una lágrima le rodaba por el rostro quemado. Pensó en el corregimiento olvidado por Dios y por el gobierno, que tan sólo le importaba a una compañía extranjera para privarlo de sus riquezas. Pensó en la niña de ojos de gacela. Lloró por su futuro y se prometió abandonar en cuanto pudiera ese trabajo. Después de todo, pensó, ¿de qué sirven las escuelas cuando se ha perdido toda la inocencia, todo el deseo de vivir? Luego todo se convirtió en manchas difusas de verde, café, amarillo, a medida que el helicóptero ganaba altura y ascendía hacia las nubes.