Cuando quieres
emborracharte poco importa el veneno de turno. Así es que, aplastado en un
taburete alto, dejo que las horas trascurran inaprensibles tras la ventana del
bar. Carlos limpia una mancha inexistente de un vaso de cristal desde hace
varios minutos, tres dedos revestidos de tela inmaculada, el mecánico
movimiento de recorrer el borde del vidrio, como si tratara de borrar la huella
de unos labios ausente. Me inclino a pensar que María volvió. Habrá cruzado la
puerta, dejando tras de sí el sonido terrible de una campanilla que, antes que
invitarla dentro, advertía su presencia. Como la trompeta mensajera que augura
el avance del enemigo. Imagino su
fantasma sentado en un taburete como el que ahora ocupo, la punta de sus
tacones flotando en el aire y sus muslos indómitos en todo el esplendor de la
carne tensa en un ángulo perfecto, el suficiente para ocultar promesas salvajes
bajo el doblez de su falda negra. Habrá abierto su boca, las fauces seductoras
de un réptil escupe fuego legendario, y con un susurro sensual habrá solicitado
de Carlos el único servicio que puede proveerle: veneno.
La tarde se diluye en naranjas
violentos sobre el gris del concreto y recuerdo la ficción poética de “beberse
el día”. Enciendo un cigarrillo meditando sobre la inverosímil acción: el
tratar de condensar la ausencia inconmensurable de un montón indefinido de
individuos que recorren la ciudad como hormigas desalentadas, chocando los unos
con los otros, el ruido de los carros y las nubes grises. Tomar todo eso, el
sufrimiento y las desilusiones infantiles y mezclarlo en un vaso alto con hielo
y medio limón, para luego beberlo. Quizás la expresión se refiera al acto de
emborracharse en soledad para perder la noción del tiempo, la noción de estar
vivo, de estar sufriendo. Carlos pone el vaso sobre la barra, lo examina y
luego suspira. Llena mi vaso de ron y me sonríe con el gesto ceniciento del que
se muere de dolor. Cortesía de la casa, me dice, levanto el vaso y brindo a su
salud. Encuentro mi reflejo tras los vasos en pirámide en el espejo oxidado del
bar, donde cientos de solitarios como yo se han encontrado, para luego bajar el
rostro tras reconocer el brillo de las lágrimas en su imagen distorsionada por
los cristales de los vasos.
Trato de adivinar hace cuánto se fue
María. Cuando ya no puede pagar más tragos Carlos le sigue llenando la copa
hasta que, arrastrándola, su marido pasa a buscarla, gritando al humilde
cantinero. A veces la golpea e, incluso una vez, tuve que frenar a Carlos para
que no le reventara el rostro a puños. Si yo no hubiese intercedido
probablemente el tierno gorila que llena mi copa habría acabado con el marido
de María. No se hubiera detenido hasta reventarle el cráneo y hacer puré su
cerebro, encontrando sus puños el pavimento bajo un reguero de viscosidades y
gelatina. Afortunadamente había llegado hacía poco y todavía me preocupaba
cuidar esa suerte de amistad que tengo con Carlos. Unos tragos después lo
hubiera mandado todo a la mierda. Siempre mando todo a la mierda cuando me
estoy envenenando.
Entonces Carlos trae un pequeño vaso
de la estantería sobre el neón azul de Budweiser
y se sirve un trago de tequila.
Brinda a mi salud y golpea el pequeño recipiente contra la barra. Sonríe ahora
de verdad y lo contemplo en toda su estupidez. Carlos parece un inmenso bebé
con retraso, como los de los relatos de Oé, unas bestias casi míticas ajena a
los yugos que imponen la ética y demás construcciones de la razón humana.
Recuerdo a Dwight en Sin City y todo lo que decía sobre Mark y me parece
apropiado aplicarlo a Carlos. El inmenso titán de corazón de oro. El torpe de Of Mice and Men. Carlos y María. Juro
que un día terminará rompiéndole el cuello a su esposo, sólo para poder
contemplar a su juguete mientras ella duerme, soltando baba y moco de ginebra y
tónica, con el labial corrido y la ceniza de su cigarrillo sobre el espacio que
separa sus senos por escasos centímetros. Entonces se llevaría un dedo a los labios,
en un gesto infantil que no podría evitar, me serviría otro trago. Yo callaría
y bebería a su salud, mientras el cuerpo inerte de su esposo lentamente se va
enfriando, con los ojos clavados en la botella de neón amarillo de corona.
― ¿Ha venido María hoy, Carlos?
―
¿Qué te hace pensar eso?
― El hecho de que siempre viene, que
has limpiado ese vaso desde que llegue. ¿Estás tratando de borrar la huella de
un beso que nunca te dio, una promesa que se perdió en el aire, velada por el
humo de sus cigarrillos light?
― ¿Qué?
― Nada. Sírveme otro, tengo la
garganta seca.
― Claro. Cortesía de la casa.
― A tu salud, Carlos.
― A la nuestra, siempre a la
nuestra.
Por un momento
intento descifrar si se refiere a nosotros dos, solitarios del naufragio que
son nuestro días, atados a esta barra larga que nos separa, para no perdernos
en la marea inmunda de la soledad o si, por el contrario, se refiere a la salud
de su amada, al objeto inaprensible de su pueril enamoramiento. Entonces se
sirve otro trago y clava su mirada en el taburete vacío junto a mí. Alza el
rostro hacia una nube de humo que ha estado desde que llegué gravitando por el
bar, iluminada por el neón azul de Budweiser.
Luego sonríe con melancólico desdén y creo oírlo murmurar: “siempre a nuestra
salud, siempre.”
Afuera el día se hace noche y,
quizás porque estoy envenenado, creo oír un ruido de tacones, mezclándose con
el murmullo de los carros y los pasos de la multitud informe. El rostro de
Carlos se tuerce en una mueca estúpida mientras levanta su vaso al vacío, hacia
un taburete junto a mí.
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