domingo, 16 de junio de 2013

Conejo asado


Cuando todavía tenía familia por fuera de la ciudad era usual que viajáramos por carretera dos veces por mes a visitarlos junto con mis padres que aún seguían casados. Eran visitas  terriblemente aburridas. Mi hermano tenía problemas de otitis y el cambio de presión en el viaje lo alteraba de forma tal que no dejaba de llorar durante todo el trayecto. Yo trataba de calmarlo haciéndole ver los árboles que se sucedían rápidamente tras la ventana del carro. Él no dejaba de llorar y mi papá, que por demás detestaba manejar, se sentía frustrado y al borde de un ataque de nervios. Desde el asiento de atrás podía ver cómo las venas de su sien palpitaban cubiertas de sudor y ello me asustaba profundamente. Siempre he sido una persona nerviosa y en esos momentos creía que nos íbamos a estrellar contra los camiones que nos adelantaban en curva y parecían no preocuparse por nosotros. Sin embargo, cuando llegaba la hora del almuerzo, la atmósfera se calmaba un poco pues nos acercábamos a un restaurante sobre la carretera que servía conejo asado. Sólo entonces mi hermano se tranquilizaba ya que disfrutaba tanto como yo de ese plato relleno de queso derretido y que tenía  carne suave y jugosa.
            El restaurante pertenecía a un argentino obeso y al borde de un infarto que siempre nos recibía con una sonrisa grasienta e inmensa. Nos agarraba los cachetes con fuerza y luego nos acariciaba tiernamente las mejillas con sus manos rojas, gigantescas. El local era atendido por jovencitos que no llegaban a la mayoría de edad. Tenían la piel como gastada y caminaban con una profunda tristeza, sorteando las mesas de madera chueca y húmeda del local.
            El argentino se sentaba en una sala oscura decorada por sofás de estampados verde chillón, como la vegetación que circundaba al local. Su rostro estaba dibujado por la opacidad de la sala y una extraña lámpara con pantalla de vidrio, también verde, de forma que la inmensa criatura que siempre jadeaba parecía, sentado de esta manera, un monstruo del pantano, cubierto de algas y porquerías ocultas bajo el barro. Yo lo veía fumar lentamente unos puros robustos que desprendían un humo espeso que, a la luz de la atmósfera verde, parecía una bruma fantasmagórica sobre las ciénagas, como si bajo ese humo que flotaba despacio por la habitación se escondieran cocodrilos hambrientos en el silencio espectral. Le brillaban los ojos embebido en la contemplación de los jovencitos que corrían de un lado a otro cargando papas fritas, sopas y conejo asado.
            No recuerdo mucho de esos días. Sólo me llegan algunas imágenes y sensaciones que, puestas en contraste hoy, me suscitan un frío en la espina dorsal y los brazos. Sabía que a mis padres no les gustaba ir allí. No era la comida, pues el conejo asado de ese restaurante era excelente, hasta el punto que estoy seguro que jamás he comido otro mejor. Era otra cosa que en ese entonces no podía comprender. No obstante era obvio que a mis padres les desagradaba la atmósfera del local, tan postizamente tradicional como si hubiesen sacado de un catálogo de lo típico una cantidad de cuadros, artesanías y dichos arrieros y los hubiesen colgado en la pared de madera sintética sin ningún criterio aparente. Supongo que algo no encajaba y entonces ya podía preverlo. Sin embargo, mi hermano se olvidaba del dolor de su oído y devoraba las papas fritas con satisfacción mientras los jovencitos con delantal verde lo veían suspirando cuando ahogaba las frituras con ají y salsa de tomate. El argentino jadeaba en su sofá de estampado floral y sus ojos brillaban desde la sala opaca, mientras fumaba sus robustos tabacos, llenando el aire del local con un tufo a aserrín, vómito y madera quemada.
            Un día en  particular, que por algún azar simbólico quedó guardado por siempre en mis recuerdos, nos sentamos contra una pared de madera sintética. De ella colgaban cuadros derruidos por la humedad tibia del restaurante y los paisajes se difuminaban en atmósferas infectadas de hongos y podredumbre. Me quedé largo tiempo absorto en un cuadro. No sé qué me atraía de ahí pero me resultaba perturbador por lo que sucedía con los pigmentos descarapelados. En él se veían retratados una camada de conejos que pastaban por una pradera iluminada por el sol, atrás se extendían unos árboles difusos que se perdían en una sombra verde. En la mitad del lienzo, como una amenaza silenciosa, un hongo verde había empezado a crecer sobre los conejos. No sé si era producto de la humedad, de mi imaginación o de la poca luz del local pero, por extraño que parezca, los conejos me parecían aterrados, como si tuvieran consciencia del hongo que los iba a devorar, como si trataran de salir del lienzo y quisieran correr por sobre las mesas hacia la salida y la vegetación que circundaba al restaurante, dejando sus pequeñas huellas de barro y óleo por sobre toda la mesa. Pero permanecían estáticos, encerrados en ese cuadro que se cerraba sobre ellos, pudriéndolo todo a su paso.
            Ese día el restaurante estaba a reventar y los meseros vestidos con el delantal verde volaban eludiendo las mesas y las sillas con sorprendente velocidad, como si no hubiese obstáculos y estuviesen andando tranquilos por una pradera. Había uno que se quedaba atrás, un tanto desubicado y contrariado entre los gritos, el olor a conejo asado y el humo del tabaco del argentino que fumaba en la sala oscura. Probablemente era el más joven de los meseros y, cuando salió de la cocina de espaldas, cargando una bandeja que por la cantidad de platos apilados le bloqueaba en gran medida la vista, supe que algo terrible iba a ocurrir. No alcanzó a dar tres pasos cuando un jugo de se le regó sobre el pecho y, tal vez sorprendido por el accidente, dejó caer los platos, uno tras otro al suelo. El arroz se desparramó por todas las tablas de madera envejecida y un conejo asado, que se había abierto en dos, escurrió sus entrañas tibias y cubiertas de queso a pocos centímetros de nuestra mesa.
            Entonces se oyó el grito terrible. Ya los cuchillos habían dejado de cortar la carne jugosa del conejo, las bocas no sorbían aparatosamente los jugos espesos y las risas habían cesado en el mismo instante. La caída de los platos anticipó el grito y, en el silencio que se había generado por el accidente, el grito sonó aún más estridente y espeluznante. La criatura de la sala oscura había despertado de su letargo y con toda la fuerza de sus entrañas inmensas el gritó brotó con fuerza, como un volcán dormido que de repente se riega con su magna ardiente sobre un poblado miserable. El miedo me dejó suspendido en el tiempo en un instante frío y mi hermano pareció recordar los dolores de la otitis en su oído. En ese momento el mesero se echó a llorar. No era un adulto pero mi papá decía que los hombres no lloran y ahora que recuerdo eso me llega de nuevo la impresión de extrañamiento que sentí. En la casa había roto platos y vasos por accidente, incluso una vez rompí una lámpara de porcelana que no se pudo reparar y, aunque temí por la salud de mis nalgas poco acostumbradas al cuero bajo la lluvia fría de la ducha, no se me hubiera ocurrido llorar. Después de todo era un restaurante y seguramente tendrían muchos más platos, arroz y conejo asado. Por ello no entendía el terror en el rostro del joven con delantal verde. Un segundo grito lo llamó a la sala verde y, con resignación, caminó los pocos metros con la desesperación del que recorre el camino a la horca. La puerta se cerró con un golpe seco y el ruido regresó lentamente a inundar la atmosfera del restaurante. Los cuchillos volvieron sobre la carne de conejo, las bocas bebieron los jugos espesos y las risas se alzaron por encima de los gritos terribles que llegaban de la sala oscura.
            Me quedé expectante. Sentí crecer el hongo sobre el cuadro y las manos me sudaron por debajo de la mesa. Pasaron quince minutos o quizás menos pero para ese entonces el tiempo se había hecho tan denso que pude sentir cómo me crecía el pelo y las uñas. Por fin la puerta se abrió con tranquilidad, casi inadvertida y el joven de delantal verde salió caminando extraño y con la cara roja. Las lágrimas se le habían secado en el rostro y sólo quedaba en sus ojos una expresión de terrible tristeza, como si quince años lo hubiesen alcanzado de golpe y recordara distante su juventud dejada al viento. De la sala verde un olor extraño se mezclaba con el humo de un tabaco recién encendido mientras la criatura volvía a su letargo, jadeando en la densa oscuridad de su guarida. Nuestro conejo ya debía a estar por salir y mi hermano olvidó de nuevo el dolor profundo de su oído. Mis padres, por otro lado, se mostraron más tensos y ansiosos.
            El mesero vino con nuestro plato por fin. El conejo humeaba sobre una bandeja de latón o algún otro material barato. En sus ojos muertos no se podían adivinar los rastros de algo que alguna vez había sentido, respirado y, tal vez, amado. Me pregunté si los conejos lloraban por primera vez y luego advertí la mirada del joven de delantal verde sobre mi hermano y sobre mí. Entonces una voz no mucho mayor que la mía se dirigió a mi madre y le dijo:
            ― Cómo están de bonitos sus niños, señora. ― la voz salía con dificultad, como si algo les estorbase en la garganta― Tiene que cuidarlos mucho. Hay gente muy mala allá afuera, que se aprovecha de uno porque uno tiene que comer. ― miró al argentino jadeando en la sala oscura y una lágrima cayó sobre el conejo asado.
            Comimos en silencio y volvimos sobre la carretera rodeada de verde. Mi hermano ya no lloraba y dormía tranquilo. Mi padre respiró aliviado y mi madre permaneció en silencio. Por un instante me pareció ver un rostro triste que se asomaba por una de las ventanas empañadas del restaurante, como uno de los conejos atrapados en el lienzo hasta que el hongo terminara por devorarlo;  pero el carro arrancó rápido y sólo pude ver el verde de los árboles que se sucedían en densas manchas difusas. 

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